por Juan Gabriel Martínez
Y fue una pena porque, siguiendo con la línea definida por el quipo
de aula de cine de nuestro instituto, queríamos seleccionar 3
títulos para este trimestre que centraran su temática en ese
período inestable y difícil de la vida por el que todos hemos
pasado y que nuestros alumnos están viviendo: la adolescencia.
Pensábamos que eso atraería al público, ya que sin ninguna duda se
trata de un tema inabarcable, con infinitas lecturas y
planteamientos, que abarca aproximadamente, según los especialistas,
desde los doce a los veinticinco años. Y es un tema siempre candente
(nunca un adjetivo podría esencializar más claramente lo que se
pretende calificar), aunque cada generación lo viva diferentemente
según sus patrones culturales.
La película elegida fue La soledad del corredor de fondo (1962),
del director británico
Tony Richardson. No
es ésta la película que le supuso más reconocimiento, ya que al
año siguiente consiguió dos Óscars,
a mejor película y mejor director, por Tom Jones,
lo que le valió una mayor difusión internacional; pero se trata sin
duda de un film excepcional. Se encuadra -y
es la mejor representante- en
el movimiento Free cinema británico,
heredero y continuador de la Nouvelle vague
francesa, aunque menos intenso, menos duro, pero
comparte con ella su elemento fundamental: dar una respuesta
contundente a una industria cinematográfica aferrada al pasado en
sus respectivos países, con una estética anquilosada y repetitiva,
alejada de la realidad de los nuevos tiempos, en definitiva, una
industria decadente a la que los cineastas de esta corriente
contraponen una estética directa, un nuevo lenguaje cinematográfico
poético, un análisis frío y subjetivo de las nuevas realidades que
se plantean en el sistema económico, cultural y social.
Durante los años 60, Richardson abordó la problemática de la
juventud británica y abordó
asuntos poco tratados hasta
ese momento en el cine: embarazos adolescentes, homosexualidad...
Sus personajes reflejan a los
que se conocía como jóvenes airados,
unos personajes sin objetivos vitales, decepcionados con el sistema
capitalista en el que han sido educados, hasta cierto punto
nihilistas. Se limitan a vivir y disfrutar tanto
como
puedan de lo poco que les ofrece una sociedad que en apariencia les
pone todo al alcance, pero que no les ofrece los mecanismos para
conseguirlo. Tampoco se plantean la necesidad de esforzarse para
lograrlo, porque ya se han dado cuenta de
cuáles son las reglas y ven
con claridad que la compartimentación social está establecida y a
ellos sólo les llegan las migajas, los restos.
En
la película que nos ocupa, el protagonista es un joven de clase
obrera que vive en los suburbios de Nottingham,
Colin Smith. Su amigo y él
tienen poco que hacer en la vida, ante la desesperación
de sus padres, y aún menos dinero para nada que realmente les pueda
sacar de la sordidez del día a día. Un día se les ocurre robar en
una panadería
del barrio porque se les figura un objetivo fácil. Y efectivamente
lo es. Con ese dinero podrán pasar un par de días felices con sus
novias, harán una viaje a la playa y se olvidarán de las miserias
cotidianas. Además, no creen probable que los pillen porque nadie
los ha visto y el dinero estará a buen recaudo. Pero la realidad es
terca y siempre hay algún elemento que se descontrola
y que dará al garete con las expectativas. Y es así como Colin
acaba en un reformatorio para pagar su deuda con la sociedad. Es éste
el auténtico punto de partida de la historia, ya que todo lo
anterior nos es narrado en forma de flash backs durante
el film.
Colin debe hacerse a su nueva vida
en ese centro de internamiento de
menores, en compañía de
otros jóvenes descarríados con igual falta de perspectivas. Allí
tendrá ocasión de mostrar un don: su capacidad para correr, sus
excelentes condiciones para las carreras de fondo, cualidades que no
pasan desapercibidas al director del centro, que ve en él la
oportunidad tanto tiempo añorada de vencer a los alumnos del colegio
privado con el que anualmente compiten y ante el que año tras año
van añadiendo derrotas, nada de extrañar por las condiciones de
estudio y de cuidado de los jóvenes del otro centro.
Desde ese momento el director se
interesará vivamente por el entrenamiento de su pupilo, gran
esperanza del reformatorio, coartada
para mostrar en ese acto social tradicional las virtudes de su
sistema de “integración social” de los jóvenes de las clases
desfavorecidas, a las que parecen otorgar las herramientas para el
ascenso
social.
El joven hosco, duro, que llega al
centro haciendo alarde de su
rebeldía, discutirá y
debatirá con sus compañeros, que le reprochan su asimilación al
sistema, mientras sigue preparándose para el gran día. El
espectador va comprendiendo el proceso que se desarrolla en su mente,
a través de la reconstrucción de las calamidades que lo han llevado
hasta allí, en una vida errática y en una familia fallida (a lo que
hay que añadir la muerte del padre). El análisis de la sociedad
capitalista y sus fastos, las añagazas que sus representantes, sus
“carceleros”, le ponen ante los ojos con el fin de espolearlo
para que logre el anhelado triunfo, parecen ir persuadiéndolo,
porque, en el fondo, para él aquello no es más que una demostración
de sus capacidades, y la idea
de ganar está en su mente,
en esto como en los demás avatares de su vida. Colin es un chico
inteligente, consciente en todo momento de las consecuencias que sus
actos pueden tener, pesimista ante el futuro, un futuro que no va más
allá de mañana, de lo inmediato, todo lo demás no existe.
Durante su preparación, y
especialmente durante la carrera, su vida pasa ante sus ojos (y ante
los nuestros). Una carrera de fondo da para mucho. Son muchos minutos
de estar a solas consigo mismo. Muchos de nosotros sabemos lo que es
pasar mucho tiempo sin más conversación que un monólogo interior
lleno de recovecos, de recuerdos, de proyectos, de miedos, de
esperanzas,
que van y vienen, y vuelven a irse y regresan de nuevo. El silencio
se extiende alrededor mientras la mente se llena de sonidos, de
ruido, de llamadas. Y al
mismo tiempo, la actividad física que se está desarrollando se
manifiesta en cada momento para obligarnos a tomar la decisión que
el cuerpo nos pide y que deberemos ejecutar, decisiones que serán
definitivas para la conclusión de la competición. La fuerza mental
es una de las cualidades que más se elogian en los grandes
deportistas, el motor que los lleva a sobreponerse a las dificultades
y que los lleva hasta el triunfo. Y en las competiciones individuales
y prolongadas son el mayor exponente de esta fortaleza mental. Son
competiciones solitarias, íntimas, y nadie duda de las
extraordinarias condiciones que deben tener alpinistas, maratonianos,
nadadores, ciclistas y otros deportistas.
En esta maravillosa película podemos asistir a todo este proceso
mental, al monólogo que se produce en el interior de Colin mientras
sus rivales van quedando atrás, derrotados por el desconocido chico
pobre que nunca había destacado en nada.
Tom Courtenay encarnó el personaje
de Colin en su primera aparición cinematográfica, y lo hizo con
solvencia y credibilidad. Le acompañan
Michael Redgrave (padre de la venerada Vanessa Redgrave) en el papel
del director del centro, y
Alec McCowen, un secundario habitual en muchas producciones
británicas y en algunos éxitos de Hollywood.
Rodada en un sobrio blanco y negro,
sin apenas música pero con
unos poderosos silencios que resaltan los flash backs, la
película, basada en un relato homónimo de Alan
Sillitoe (The
loneliness of the long distance runner)
contó con el autor para la
adaptación de la historia a un guión que se muestra impecable para
hacernos llegar las emociones y sentimientos del protagonista, de
modo que lleguemos a sentir compasión por él y comprendamos el
porqué de sus decisiones. Para quien esto escribe, ver la película
hace más de treinta años supuso un choque emocional del que tardé
en recuperarme, y la prueba de ello es cómo ha permanecido en mi
recuerdo. No había tenido ocasión de volver a verla, porque no es
una película habitual de los circuitos comerciales o televisivos,
pero cuando la propuse para el cine-club esperaba que a los
espectadores no los dejaría indiferentes. Me siento satisfecho al
ver, en la conversación posterior que siempre sigue a los
visionados, que a mis compañeros no los dejó. Una película
imprescindible para comprender los límites de nuestras sociedades
del bienestar y discernir los espejismos que nos hacen contemplar
como objetivos alcanzables de lo verdaderamente importante… si es
que lo hay.
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