El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

lunes, 20 de septiembre de 2021

Cine-club del Rodrigo Caro: Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore


por Juan Gabriel Martínez

               El final de curso ya estaba cerca cuando tuvimos la última sesión de nuestro Cine-club, y para ello elegimos una película deliciosa, todo un homenaje al cine con la que queríamos dejar un buen sabor de boca para cerrar la programación de un período complicado, pero del que humildemente creo que podemos sentirnos orgullosos por cómo lo hemos superado: Cinema Paradiso.

Para los que amamos el cine, es un regalo este film, todo un ejercicio de nostalgia de una época (esa nostalgia que Alfredo aconseja a Totó dejar atrás para seguir su camino en la vida), de una manera de ver cine, de unos espacios mágicos, de una técnica, que ya no volverán. Tan sólo la “arqueología” podrá salvar el recuerdo de esos cines hoy abandonados -si no demolidos-, de esas máquinas de proyección convertidas en piezas de museo, o esas cintas de celuloide que en muchos casos se perdieron devoradas por las llamas. Un tiempo épico para un arte lírico. Con esta película, Tornatore, al mismo tiempo que rinde un homenaje al cine y sus gentes, nos sumerge en un discurso metafílmico de sensibilidad melodramática. Alguien podrá considerar excesivamente sentimental el tono, especialmente el final, pero ¡qué bien sienta, al menos al que esto escribe, dejarse invadir por las emociones de vez en cuando sin poner barreras al corazón! (Es justo la frase sensiblera adecuada para ponerse al nivel del film).

               Pero vayamos ya a la película propiamente dicha. Su director, Giuseppe Tornatore, venía del cine documental, y había rodado su primer largometraje (El profesor) el año anterior. Fue con este segundo largometraje (rodado entre 1987 y 1988) con el que logró el reconocimiento internacional y numerosos premios. Ninguno de sus títulos posteriores ha obtenido la gran acogida que tuvo Cinema Paradiso tanto entre el público como entre la crítica especializada.

               Decíamos más arriba que se trata de un ejercicio de nostalgia, pero también constituye materia para la memoria. Memoria de la posguerra en una Italia destrozada tras la Segunda Guerra Mundial, como podemos ver en algunas secuencias (como cuando Totó y la madre van a cobrar la pensión tras confirmarse la muerte de su marido en el frente de Rusia); memoria de la sociedad deprimida de aquellos años, donde la opulencia de las formas de vida de algunos privilegiados (los que se sientan en el anfiteatro, en el nivel superior, por contraste con los que ocupan el patio de las sillas que los mismos vecinos deben acarrear a cada sesión) constituye el contrapunto de las penalidades de la mayor parte de los habitantes del pueblo; memoria de unos seres característicos que deambulan por sus plazas sin nada especial que hacer, arquetipos que se encuentran en los pueblos de todos los países: el cacique mafioso, el cura, el loco/tonto…

Partiendo del momento en que la madre de Totó/Salvatore lo llama por teléfono para comunicarle la muerte de Alfredo, el proyeccionista del cine con el que el niño creció a falta de la figura de su padre, la película nos cuenta la vida de Totó, que con los años se ha convertido en un director de cine famoso. Todo el largo flashback que ocupa la mayor parte del metraje nos conducirá al presente, justo al momento en que Salvatore Di Vita (nombre real de Totó) regresa al pueblo para asistir al entierro del amigo de su infancia tras 30 años de ausencia.


Entre el niño de seis años, huérfano de padre, y el proyeccionista del cine del pueblo se había establecido una relación entrañable a partir de unos comienzos difíciles. Ni la madre, viuda de la Segunda Guerra Mundial, ni el proyeccionista quieren que Totó, un pequeño inquieto y espabilado, pase tantas horas en la cabina de proyección del cine, en medio de máquinas y materiales que pueden ser peligrosos. Pero el niño busca incesantemente la compañía de Alfredo, un poco por huir del ambiente triste de la casa familiar y de su madre, un poco buscando en Alfredo una figura que supla la ausencia del padre. Totó lo aprenderá todo en el cine, a través de películas que después se han convertido en clásicos: Los bajos fondos, Charlot, Árbritro, La Diligencia, La tierra tiembla, El extraño caso del doctor Jekyll…. Ilustrativa la escena en que Totó reconstruye diálogos de películas a partir de los fotogramas cortados por Alfredo y que el niño se lleva a su casa. También con los reportajes de moda y los noticiarios, donde tendrá la confirmación de la muerte de su padre en Rusia (hasta ese momento se le consideraba desaparecido). Y hasta el amor, del que los besos apasionados que el cura obliga a Alfredo a cortar, y que constituirán un material impagable para Totó, son la materialización visible hurtada a unos anhelantes espectadores.


Lo que empieza siendo un pasatiempo acabará siendo una pasión. Al principio, Alfredo considera a Totó un estorbo e intenta echarlo de la cabina siguiendo las indicaciones de la madre, pero la permanente presencia del niño hará que lo acabe aceptando y se quede a ver las películas con él. Además, poco a poco irá enseñándole la técnica para operar el proyector, haciéndole consciente de la necesidad de extremar el cuidado en medio de todo ese material inflamable. Desde ese momento, Alfredo ya nos hace una exposición de los primeros tiempos del cine, de cómo se operaba en la cabina con las películas; un tiempo con respecto al cual las máquinas del momento son un enorme avance, que aún mejorará con las películas no inflamables. Y sobre todo (importante para comprender un final entrañable que no desvelaremos aquí para no hacer ningún spoiler), le explicará que las películas deben pasar la censura del cura del pueblo, quien decidirá qué escenas deben ser cortadas del celuloide por “atentar contra la moral” de una sociedad bajo la escrupulosa mirada de la iglesia, omnipresente en ese tiempo; todas bajo un único principio: no mostrar besos en la boca. Como dice el padre Adelfio más adelante: “yo no vengo a ver pornografía”. Después, cuando el Cinema Paradiso se llene de público en cada proyección, todo un muestrario de los habitantes arquetípicos del pueblo, éste abucheará -magnífico tribunal popular- el trabajo de la tijera, que los priva de las escenas más esperadas y tórridas, una práctica habitual en la Italia de los años 50, como también lo fue en España hasta los años 70.

La sala del cine es el escenario donde se desarrolla la vida real. En ella evolucionan los personajes más característicos del pueblo, y se producen situaciones y reacciones que muestran cómo era la Italia de la posguerra: el amor y el sexo (los enamoramientos y los alivios de los jóvenes, o el ejercicio de la prostitución), la lucha de clases (el burgués que escupe con desprecio a los “de abajo” y la reacción posterior de estos), la política (con alusiones expresas al Partido Comunista Italiano), la mafia (en Sicilia no puede faltar un mafioso -y sus secuaces-, asesinado mientras se proyecta un tiroteo en una escena de En Nombre de la Ley), la religión… y los ”efectos” que produjo la dialéctica entre ambas; la cultura, la situación económica (y su consecuencia, la emigración)… Vida y cine comparten un tiempo y un espacio, y para que esa experiencia llegue a un mayor número de vecinos, Alfredo sugerirá a Totó proyectar el gran éxito del momento al que no todos los habitantes han podido entrar (I pompieri di Viggiú) en una gran pared de la plaza, lo que será causa de la desgracia de Alfredo.

La sala de cine también verá pasar el tiempo, y sufrirá accidentes. Ello será motivo para que Totó se convierta definitivamente en parte de la vida de Alfredo. Tras salvarlo del incendio que prácticamente destroza el Cinema Paradiso y en el que Alfredo pierde la vista, Totó será el único capacitado para encargarse de las proyecciones que recomenzarán gracias a la iniciativa de uno de los vecinos (Spaccafico), que invertirá parte de las ganancias obtenidas con la quiniela en su reconstrucción y se convertirá en el propietario del Nuovo Cinema Paradiso (título original del film): hay cosas que cambian, pero la esencia del cine permanece. Entre los cambios más significativos está que Totó ya no cortará las escenas de besos o incluso más atrevidas: Brigitte Bardot podrá ser vista en todo su esplendor en Y Dios creó a la mujer; y Raf Vallone podrá descubrir lascivamente la espalda de Silvana Mangano y recorrerla con un largo y apasionado beso en Anna tras la sensual interpretación que ésta última hace de El Bayón.  En esos años, la función social del cine sigue siendo la misma, y el espacio sigue siendo un lugar de encuentro, de convivencia. La capacidad limitada para satisfacer la demanda del público llevará a Spaccafico, ahora empresario, a buscar una solución para poder proyectar el gran melodrama del momento, Cadenas invisibles, de la que algún espectador, entre lágrimas –como todos- es capaz de repetir los diálogos de memoria; y con la llegada del verano, el traslado del cine al lado del puerto para ver Ulises, tal vez premonitorio del porvenir de Totó. Como decíamos al principio, todo un curso de cine. Los multicines de nuestros días no llenan ni de lejos el vacío que han dejado aquellos templos de la imagen, con sus correspondientes divinidades. Y los espectadores de hoy carecen del sentido de rito y celebración que tenían aquellos adeptos, inocentes participantes en un acto mágico y por ello sagrado.

Esta película tuvo una primera acogida tibia entre el público, lo que fue motivo para que el metraje original de 155 minutos se redujera a 123 ante su lanzamiento mundial, que es la versión que nosotros hemos “proyectado”. (“Proyectar” es lo que hacían Alfredo y Totó en la cabina del cine, con una salida del haz de luz a través de la boca de una exótica y decadente cabeza de león; la tecnología nos permite hoy, si los ordenadores y cañones de proyección no “se oponen”, transportar un pequeño disco de plástico que contiene unas imágenes digitalizadas e insertarlo en un lector de esos discos. Pese a ello, nuestra memoria inconsciente nos lleva a utilizar ese verbo). Posteriormente, Tornatore hizo un nuevo montaje que se fue hasta los 173 minutos. Debido a ese acortamiento, es fácilmente detectable la descompensación entre la primera parte de la película y la segunda. Pasada la infancia de Totó, donde ocurren la mayor parte de los acontecimientos trascendentales para el devenir de los personajes, la juventud y su entrada en la madurez son abordadas con prisa, con unas pinceladas que nos llevan rápidamente a la vida adulta de Salvatore. Su primer amor de juventud, Elena (la hija de un banquero), en su época de estudiante, con la que hace sus primeros intentos tras la cámara (además de un acercamiento al cine documental con escenas de la vida cotidiana), no tendrá continuidad al incorporarse al servicio militar. En esos momentos, Alfredo ejercerá de consejero, compendio de frases de películas como manual de vida.


Como si asistiéramos al regreso a Ítaca de Ulises, un paralelismo que subraya la escena del perro en la plaza desierta (su Argos particular), único ser vivo que acude a recibir a Totó al terminar el servicio militar (historias de otro tiempo para los millennials), en el tiempo transcurrido todo ha cambiado, según le dice un Alfredo desilusionado y abatido. Su estancia en Giancaldo será breve, siguiendo el consejo de Alfredo, que lo anima a dejar atrás todo ese mundo y no mirar atrás si quiere sentirse libre de límites y ataduras para seguir un destino que lo conducirá al triunfo que se merece. Totó le hará caso y se irá, dejando atrás a su familia y a su amigo, con la intención de no volver nunca. Hasta que recibe la llamada de su madre, y siente la necesidad de volver tras 30 años de ausencia, ahora convertido en un director de cine de prestigio, una figura ilustre para sus vecinos, los mismos que lo vieron de niño y lo ven ahora convertido en una celebridad a la que miran con respeto, mientras él los va reconociendo. El mismo día del entierro de Alfredo, juntos, asistirán compungidos a la voladura (no podía ser más violenta la demolición) del cine para ser convertido en un aparcamiento, triste final semejante al que han sufrido miles de salas en todo el mundo, como podemos apreciar en la magnífica investigación fotográfica sobre salas de cine realizada por Simon Edelstein, “Cines abandonados en el mundo” (Editorial Jonglez, 2020). Éste es el principio del final: una despedida del amigo que ya no está, una sucesión de encuentros (entre ellos con la viuda de Alfredo, que le entregará como regalo póstumo un montaje elaborado por su marido con los cortes de las películas censuradas) y descubrimientos, que acabarán en uno de los finales más inolvidables y emocionantes de la historia del cine, síntesis de un arte en el que todo se puede imaginar, pero en el que nada puede sustituir a lo que debe ser visto porque su creador así lo decidió.



               Imposible cerrar esta reseña sin hacer una alusión al tema musical que resuena en mi cabeza durante el tiempo que dedico a escribir estas líneas, como seguro estoy de que lo hace en las cabezas de los que las leen tras haber visto la película. Si bien la música de la película fue compuesta por Ennio Morricone, el tema musical al que me refiero (“tema d’amore”) fue compuesto por su hija Andrea mientras aún estudiaba en el conservatorio. Ambos se hicieron con un BAFTA y un David de Donatello a la mejor banda sonora musical, y es una de las más reconocidas y aclamadas mundialmente. Además de por la banda sonora musical, Cinema Paradiso también recibió numerosos premios internacionales por el guion y la dirección, el montaje, el maquillaje, el vestuario, la fotografía y la espléndida interpretación de Philippe Noiret como Alfredo, que es capaz de crear una complicidad con Salvatore Cascio (el Totó niño) llena de matices y ternura, como por ejemplo en el examen que ambos deben superar en el colegio. Recibió el Gran Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y del Festival de Cine Europeo, además del Globo de Oro a la mejor película extranjera y el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1989. Toda una cosecha para una película que el paso del tiempo no ha hecho más que mejorar, siendo reconocido como uno de los grandes títulos del cine moderno, un clásico que no nos puede dejar indiferentes. Un ejemplo de que el buen cine no tiene por qué estar alejado del público, y que las grandes historias nos siguen emocionando porque todos nos dejamos seducir ante las profundas emociones del alma. Y eso, ni más ni menos, es el cine.

               Un curso acababa, pero, como dice la canción de Luis Eduardo Aute: “Más cine, por favor/ que toda la vida es cine / que toda la vida es cine / y los sueños, cine son”: Por eso, el nuevo curso nos traerá más cine para seguir soñando.






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