El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

domingo, 10 de enero de 2021

Cine-club del Rodrigo Caro: El Sur (1983) de Víctor Erice

     

por Juan Gabriel Martínez

           El martes 27 de noviembre parecía que todo volvía a la normalidad en el cine-club del Rodrigo Caro. Tras un parón de nueve meses, por fin nos podíamos reunir para ver la película que se aplazó indefinidamente en el mes de marzo, que no era ni más ni menos que El sur. La llegada abrupta y feroz de la pandemia interrumpió nuestra programación sin que diera tiempo a ver ese ya clásico del cine español, de uno de nuestros grandes directores, no tanto por la extensión de su obra (que componen sólo tres largometrajes como director, además de cortos y colaboraciones, algunos guiones y alguna interpretación como actor) como por la calidad de los títulos que ha dejado para la historia cinematográfica de España.

                Efectivamente, en nuestra programación procuramos reservar un hueco para la filmografía europea, y para la española en particular, y creíamos que podía ser el momento de ofrecer a nuestros potenciales espectadores (aún siguen siendo pocos, pero no desesperamos en el intento de llegar cada vez a más) esta obra singular, como singulares son también los otros dos títulos de Víctor Erice: El espíritu de la colmena (1973) y El sol del membrillo (1992). El común denominador de las obras que pretendíamos ver en el segundo trimestre del curso pasado era la mirada que sobre la infancia y la adolescencia habían tenido algunos grandes realizadores. Éste es un tema que Erice ya había abordado en su primer trabajo, con el que ya obtuvo el reconocimiento internacional como director en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián de 1973 por la mencionada El espíritu de la colmena. En esta su segunda película vuelve a adoptar el punto de vista de una niña, Estrella, que crece fascinada por la misteriosa figura del padre, hasta convertirse en una adolescente, con una elipsis temporal de siete años desde el momento en el que descubre lo que el padre le ha ocultado tanto tiempo. Transcurrido ese tiempo, se le presentará el momento de abordar ese episodio, que no es ni más ni menos que el secreto que siempre pretendió descubrir y que era más prosaico de lo que ella creía. El desencanto que produce en ella la falta de sinceridad del padre coincide con la desesperación de él; el encuentro con el que pretendía recuperar la relación con Estrella se ve trastocado y lo altera sobremanera, tras lo cual se ve solo y desamparado.



Ante la mirada de esta niña se desarrolla la vida de un hombre huraño, extraño y tierno a la vez con su hija, pero también impenetrable, con una pasado misterioso y poseedor de un secreto que la niña desconoce y que se nos revelará a la vez que a la hija.

Por lo que acabamos de decir, podríamos pensar en un juego de espejos, ya que no se trata tanto de la visión que el director pueda tener de la infancia, sino de la idea que el director puede tener de cómo ve la vida de los adultos una niña, encerrada en una casa de las afueras de una ciudad del norte de España (“La Gaviota”) adonde el padre, médico de profesión y zahorí aficionado, acabó trasladándose con toda la familia huyendo de algo, y en un mundo de adultos que no comprende pero que con los años irá descubriendo. Ante sus ojos se desenvuelven los adultos: la madre, maestra represaliada por el régimen franquista, que lleva una vida triste y sin ilusión, la criada que vive con ellos y que es quien realmente se ocupa de la casa; la abuela y su criada, procedentes de ese lejano sur con el que la niña sueña, y que durante su breve estancia aportan algo de novedad y alegría al hogar; y cómo no, su padre, el centro de interés de Estrella. El sur, lugar de origen de la familia paterna, se configura como una meta, como el lugar en el que la vida podría ser diferente.



                La perseverancia de Estrella la hará descubrir el gran secreto de su padre, aquello que lo hizo feliz en un tiempo lejano y que ocho años más tarde pretende recuperar: una antigua relación extraconyugal con una actriz de segunda fila. El rechazo de ésta lo sumirá en la tristeza y a la larga va a ser la causa de su desgracia. En su desesperación, una tarde abandonará la casa con la intención de reencontrarse con ella, pero finalmente, tras pasar la noche en un triste hotel, volverá con su familia. El regreso a la casa familiar va acompañado de un cambio más profundo en el estado de ánimo del padre y en la relación con la hija, que ya ha dejado de idealizarlo.

No obstante, Estrella sigue soñando con el sur, ese lugar idealizado, esa Arcadia (como el nombre del cine de la ciudad, donde descubre que la Irene Ríos que su padre dibuja es en realidad una actriz secundaria), en aquella España de posguerra, pero que aún no está al alcance de la protagonista, instalada en una geografía que no le dice nada (como a ninguno de los personajes que viven en esa casa de “la frontera”, denominación que el padre da al camino que conduce a ella). Esa ciudad del norte a la que en ningún momento se nombra no es más una estación de paso hacia un lugar más luminoso y feliz, por contraposición al norte de días oscuros y melancólicos (en la película se omiten los veranos; los recuerdos de Estrella con los que se construye la trama corresponden a días de otoño o invierno, excepto los de su primera comunión). Sólo los días previos a la comunión de Estrella suponen un período de efímera felicidad. Pasada ésta, cuando el coche con la abuela y la chacha se aleja, la languidez vuelve a instalarse en la casa. La nostalgia por la felicidad perdida antes incluso de haberla conocido. Ese es el recorrido que Estrella hará desde la niñez hasta la madurez, y que habrá de llevarla algún día a ese sur anhelado y que recrea en su mente a través de postales.

                La historia que Víctor Erice y Elías Querejeta querían contar hubiera debido tener tres partes. Narrada por la voz en off de Estrella y partiendo de un flash back tras la muerte de Agustín, el padre, la película nos transporta a un período de la infancia de la narradora, cuando tenía ocho años; la segunda parte nos sitúa en su adolescencia, siete años más tarde, momento en el que se produce el desenlace de la película. Y finalmente, una tercera etapa de la vida de Estrella que hubiera debido ser filmada en la continuación de la película, la habría situado en Carmona, en el Sur, siendo ya Estrella una mujer madura y adonde habría llegado para terminar de reconstruir el pasado de su padre y tomar el contacto con el hijo que éste tuvo con Laura, la mujer real que hay tras el nombre artístico de Irene Ríos. Tanto director como productor contemplaban esa segunda parte, pero por problemas de financiación se vio retrasada; y cuando fue financieramente posible, visto el éxito de la primera desistieron de hacer la segunda, por temor a que desmereciera de la primera.

                El ambiente que muestra la película, el sentimiento que transmite, son tremendamente tristes, pero de una belleza extraordinaria. Cada imagen, cada plano, se van encadenando según un plan preciso para hacernos ver el transcurrir del tiempo. La luz, ese elemento tan característico de las películas de Erice, se erige en la auténtica protagonista de la película para hacernos comprender la languidez, la melancolía con la que se suceden los días en ese pequeño mundo de la casa de Estrella. En esa estética tenebrista (se diría a veces que estamos ante un cuadro de Rembrandt, viendo cómo un rayo de luz se desplaza y crece en una pared), los días se suceden casi idénticos, pero la historia avanza hacia un final que no puede ser nada más que trágico. Ese uso de la luz en la fotografía es lo que ya había valido a Erice el reconocimiento en su primera película, y que habría de adquirir su plenitud en la última, El sol del membrillo, en la que se convertirá en la auténtica protagonista.


                Además de la magnífica fotografía de José Luis Alcaine, no podemos dejar de mencionar la música elegida para la banda sonora. La Danza Andaluza de Granados o el pasodoble En er mundo, llenan de sensibilidad y sugerencias las pocas secuencias en los que se oyen. Todos esos elementos artísticos (fotografía, música, ambientación) no hacen sino resaltar un guion del que es autor el propio Víctor Erice, a partir de una novela corta de Adelaida García Morales, en aquellos años pareja del director, que aún no había sido publicada y que lo fue posteriormente al estreno de la película. Digamos, para terminar, que el productor fue uno de los grandes nombres de la historia del cine español: Elías Querejeta, que igualmente había producido la primera película de Erice, así como otros grandes títulos, como Peppermintfrappé, Ana y los lobos, A un dios desconocido, Tasio, Historias del Kronen, Barrio y un larguísimo etcétera.

                La película como tal tuvo un enorme éxito de crítica. Fue muy bien recibida en el Festival de Cannes de 1983 y recibió numerosos galardones en Chicago y Sao Paulo, pero lamentablemente no es uno de los filmes más vistos por el público español, poco aficionado a dramas de este tipo, formalistas e intimistas.

                En estos tiempos de confinamiento y distancia, ese martes de otoño, en la penumbra del SUM en donde nos habíamos reunido para la ocasión, observando las necesarias medidas de protección, en silencio absoluto e inmersos por completo en la historia que se desarrollaba ante nuestros ojos, los que allí estábamos disfrutamos compartiendo aquella experiencia cinematográfica que nos acercaba de nuevo a la normalidad de antes de la pandemia. Cuando los títulos de crédito de la película terminaron de pasar y volvimos a encender las luces, costaba trabajo romper el silencio y expresar nuestras emociones, o al menos eso me ocurrió a mí. Una historia tan simple y profunda apenas dejaba margen para añadir algo más que pudiera romper su encanto, “el espíritu de El sur” nos había sobrecogido a los allí presentes. Y nosotros nos creímos que todo volvía a ser como antes…

                

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