El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

martes, 19 de febrero de 2019

Cine-club del Rodrigo Caro: La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock (1954)

Autor: Eduardo González



El 24 de septiembre, una fecha un poco lejana ya a estas alturas de curso, se puso en marcha un año más este Cine-clubque poco a poco se nos va consolidando. A finales del curso anterior los habituales asistentes a las proyecciones ya habíamos ido sugiriendo películas que habíamos visto y que nos gustaría que otros asistentes que no las habían visto lo hicieran. No hay forma más entusiasta y eficaz de transmisión de conocimiento y emociones que esa que empieza con un “¿y habéis visto tal o cual de fulano o mengana?”. Por una rara unanimidad –rara dadas las diferencias generacionales entre los habituales- se impuso la idea de que durante el curso 2018/2019 había que darle un repaso al cine de los 50 y a todos nos salía mucho Hitchcock. Pues bien, tocó abrir con La ventana indiscreta (Rear window), película del Maestro estrenada en 1954.


Ha pasado ya tiempo como para limitarnos a informar del evento en este blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro en el que alguno de los asistentes solemos publicar una breve reseña. Sin embargo, quizá sí sea el momento oportuno para aprovechar la reseña de la película como excusa para hacer una breve reflexión sobre qué hacemos esas tardes cuando nos reunimos un grupo de alumnos, profesores y amigos para ver cine.


¿Cómo es que un pequeño grupo de personas de muy diferentes edades, intereses personales, preocupaciones vitales etc. se reúnen en un centro educativo y pasan un par de horas fuera del horario lectivo, libremente, sin esperar una recompensa en forma de calificación o remuneración económica? Lo que pasó en la proyección de La ventana puede ser una buena respuesta.


Cuando terminó la sesión aquella noche ninguno de los asistentes, entre los que se contaba algún niño incluso, estaba decepcionado con la historia, ni le pareció ésta inverosímil; nadie pudo decir que el final era previsible (ni siquiera para los que la habían visto ya varias veces) o que tal o cual intérprete estuvo poco convincente o, por el contrario, sobreactuó.

Que a mí se me ocurra, esas son algunas de las razones por las que cuando salimos de una sala de cine (o de la sala de estar de nuestra casa), le hacemos objeciones a algo que ha pasado allí porque hemos querido. Si eso pasa, la magia del cine no se ha consumado o, por decirlo de forma pedante, no hemos suspendido nuestra incredulidad como pide la buena ficción.


Pues bien, aquella noche hubo magia. La mayoría de los asistentes, independientemente de cualquier orientación, salimos enamorados de Stewart y/o Kelly (¡probablemente también el niño!) o de sus personajes (da igual, ¡qué gran logro!). Se puede pensar que exagero pero ningún exceso le cuadra a esta maravilla del arte cinematográfico que es La ventana indiscreta. Me atrevo a decir que no hay mejor película para iniciar una temporada de cine, y si me pongo, ahora sí, hiperbólico y pienso en el niño-espectador, para iniciar una vida de cinéfilo adulto.

Hay quien dice que el film es algo así como toda una poética voyeurista del "maestro del suspense". Pero yo me quedo con que es un compendio de la magia del cine. Todo es artificio y se mira con distancia en La ventana indiscreta: el director compone un fresco pintado sobre la pantalla para enseñarnos su particular interpretación de la ley de la propiedad horizontal, los actores miran desde las ventanas y a través de los visores de cámaras y prismáticos, los espectadores asisten desde sus butacas (incómodas sillas escolares en este caso) al panorama de la vida cotidiana. Pero nada en ese artificio resulta suficiente para romper la comunión (sí, he escrito “comunión”) que se produce entre el grupo de espectadores enfocados hacia la pantalla, en el silencio que los envuelve, en las miradas cómplices, en los suspiros mal disimulados.

Todo es oblicuo en esta historia: se nota que el decorado un decorado; el guión (escrito por John Michael Hayes a partir de un relato corto de Cornell Woolrich publicado en 1942: ‘It Had to Be Murder’ ) nos dice que el asesino es el mayordomo demasiado pronto; la música subraya con la melodía los momentos felices o tensos de una manera que hoy ya no es novedosa.

Y sin embargo… Hay un thriller apasionante ante nuestros ojos, en primer lugar. En segundo lugar, hay una historia hecha desde la perspectiva del protagonista, lo que nos permite asistir a su descubrimiento de lo que ocurre, sufrirlo, disfrutarlo morbosamente y hasta nos duele la pierna que él tiene rota. Y esto logra que nos perdonemos el voyeurismo que implica toda sesión de cine, al menos de buen cine. En tercer lugar, todo lo que de interés se cuenta en la película, el director lo muestra a través de las imágenes (esa cámara fotográfica muda, qué hallazgo…).

A pesar de todo eso y, aunque la película es una película sobre cómo hacer una película, es mucho más que un ejercicio intelectualoide de técnica o una “propuesta metacinematográfica”. La ventana indiscreta es una historia con personajes humanísimos: tozudos, torpes, engreídos, cotillas, vagos, infieles, metomentodos, adorables, esforzados, moralmente comprometidos, valientes… Ojalá pudiéramos identificarnos con ellos, pensamos durante la proyección. Porque estamos allí, a su lado mirando por la ventana o entrando en el apartamento prohibido. Qué pena que se esfumaron, pensamos cuando aparece el rótulo de The End.

El mejor ejemplo lo encuentro en James Stewart, al que alguien llamó el actor que mejor interpretaba al “hombre común”: ¡cómo quisiéramos ser tan comunes como él!

Creo que en esa aspiración a la identificación con los personajes, con la historia entera, se encuentra la magia del cine a la que invocamos en cada sesión del cineclub.


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lunes, 4 de febrero de 2019

Cine-club del Rodrigo Caro: Vértigo (De entre los muertos), de Alfred Hitchcock (1958)

Autor: Juan Gabriel Martínez

Tras el parón navideño retomamos nuestro cine-club con otra obra maestra de Alfred Hitchcock (y es la segunda que ponemos este curso). “Vértigo (De entre los muertos)” es, sin duda, uno de los filmes más conocidos y admirados del genial director inglés (aunque nacionalizado estadounidense), y para muchos su mejor película, si no la mejor de la historia del cine, incluso por delante de Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles.


Intentaremos hacer aquí una breve reseña de ella, pero sus lecturas son tantas que se hace imprescindible verla para que el espectador haga su propia interpretación. Ya sabemos de los muchos leitmotivs y obsesiones de Hitchcock, pero en esta ocasión las numerosas capas que recubren el inconsciente del personaje principal (Jonh “Scottie” Ferguson), un detective acrofóbico, nos obligan a hacer un esfuerzo para comprender qué es lo que este complejo personaje encierra.
La película se basa en la novela titulada Sueurs froides: d’ entre les morts, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, adaptada por los guionistas Alec Coppel y Samuel A. Taylor. Pero en las manos de Hitchcock la historia adquirió múltiples matices debidos a las preocupaciones y obsesiones del gran maestro.
Por un lado tenemos el trauma que le causó al detective Ferguson la caída mortal de un policía en el curso de una persecución, cuando éste intentaba salvar la vida a nuestro protagonista. Por otro, una pulsión sexual insatisfecha en un personaje masculino que no sabe relacionarse con las mujeres y que acaba obsesionándose con aquélla a la que le es encomendado seguir. Aparentemente se trata de proteger a la mujer de un antiguo compañero de estudios, cuyo comportamiento anómalo suscita los peores temores del marido. La historia que sirve de pretexto a esta preocupación, rayana en lo paranormal, es poco creíble para una mente racional como la del detective: el marido cree que su esposa (Madeleine Elster) se siente poseída por el espíritu de un antepasado, una dama del siglo XIX importante de la sociedad de San Francisco, y que puede acabar como ella, suicidándose en la bahía.
Y para evitarlo, en nombre de su vieja amistad de los buenos tiempos, solicita sus servicios durante el período de baja por su enfermedad, de la que es conocedor. Tras su primer rechazo, la idea tienta a Scottie, que desde el primer momento queda subyugado por la belleza y el misterio de la mujer, una Kim Novak espléndida, una de esas rubias maravillosas que obsesionaban a Hitchcock y a las que a menudo trataba mal en sus películas. Las mujeres rubias son en general personajes débiles, misteriosos, que encubren un pecado o directamente culpables de un delito; no son las heroínas, sino las acompañantes del héroe masculino y a menudo la causa de su perdición.

Por el contrario, Scottie rehúye la relación con Midge, una amiga que realmente lo ama y que lo intenta seducir reiteradamente, con nulo éxito, ya que nuestro detective no siente ninguna atracción por ella. Podemos preguntarnos si la siente por las mujeres o tiene inhibido ese deseo (¿impotencia?) como uno más de los traumas causados por la muerte del policía al principio de la historia. Ella es quien expone el remedio que Freud y el psicoanálisis dan para resolver ese tipo de traumas: un impacto emocional, una experiencia semejante a aquélla que lo causó.
El psicoanálisis juega en esta película una función especialmente relevante, hasta el punto que podemos afirmar que es la clave que sustenta toda la bóveda argumental. Por ello abundan los símbolos visuales que remiten a esa sensación y a ese sentimiento que da título al film: el vértigo. La figura de la espiral del cartel de la película tiene su reflejo en el moño de la protagonista, un elemento fundamental en la resolución de la trama, así como en la escalera de caracol, que también será trascendente en la resolución del conflicto. Los movimientos en contrapicado de la cámara también nos remiten a un movimiento en espiral. Ambos elementos serán recurrentes a lo largo del desarrollo de la historia, que también tiene una estructura de espiral, haciéndonos revivir, como al detective Ferguson, repetidas veces las situaciones que constituyen la estructura de la película. La espiral es también icono del movimiento del inconsciente en su descenso a los infiernos durante los sueños, ese mundo onírico en el que se nos hacen presentes nuestras preocupaciones, nuestras obsesiones, nuestros miedos, lleno de fantasmas del pasado, asuntos por resolver y heridas por cerrar. Es de destacar que para reflejar en la pantalla el mundo de los sueños, Hitchcock recurre a los dibujos y a la animación, en otro descenso en espiral al submundo interior. Y la superación de esa angustia paralizante sólo es posible por la confrontación con nuestras debilidades y la repetición salvadora de los acontecimientos traumáticos, aunque eso suponga la perdición de los que nos rodean.

Esta película es en realidad dos películas, y si en la primera de ellas sentimos pena y simpatía por el personaje de James Stewart, en la segunda este mismo personaje, obsesivo, egoísta, manipulador, en una palabra, machista, empieza a incomodarnos; al observarlo experimentamos un cierto rechazo hacia su comportamiento desabrido. Es cierto que es una víctima (ya lo sabemos porque el director nos lo ha contado en una de las pocas secuencias en las que James Stewart, protagonista absoluto en una interpretación inolvidable, no está en escena), y que su amor ilícito por la mujer de su amigo no se ha visto materializado, dejándolo aún más sumido en la pesadilla de sus traumas, pero su conducta con Judy Barton, la chica que encuentra por casualidad en la calle y que le recuerda a Madeleine, fallecida en trágicas circunstancias, sobrepasa lo que hoy consideraríamos tolerable y lo que una mujer debe consentir. Los dos personajes masculinos (el marido y el detective) representan un tipo de masculinidad poco gratificante, si bien las motivaciones de uno y otro son completamente diferentes; en cualquiera de los dos casos podemos afirmar que son dos comportamientos posesivos y autoritarios, que se creen dueños del destino y de las vidas de las mujeres que los rodean. Las mujeres no son bien tratadas por Hitchcock en sus películas, y en especial en esta película, donde no son queridas por los hombres, ni por el marido de Madeleine ni por Scottie, que no sabe querer a las mujeres que aparecen en su vida y que conduce a un final trágico a Judy, tal vez víctima ella misma de la turbia historia a la que se dejó arrastrar.

No podemos dejar de citar las magníficas localizaciones en San Francisco, fotografiadas por la mano maestra de Robert Burks; ni la excelente y reiterativa música (otra forma de expresar al oído la espiral) de Bernard Hermann. La música nos acompaña durante el seguimiento que el detective Ferguson hace a Madeleine Elster, como un personaje que nos lo fuera narrando. Los planos se suceden uno tras otro con el único acompañamiento de la música, auténtica protagonista en los momentos fundamentales de la película, llegando a durar la ausencia de diálogos en algunas secuencias casi diez minutos, y no olvidemos que la película tiene un desarrollo concéntrico -una vez más en espiral-, subrayado por la yuxtaposición simétrica de elementos: museo y cuadro, cementerio y lápida, residencia y coche… De todo ello la música es la amalgama, fundamentalmente para lograr el suspense del que Hitchcock es uno de los máximos representantes; sin ella nada sería lo mismo.
Pero no pensemos que esta película es sólo una película de suspense o de cine negro; es mucho más: es también intriga psicológica y erotismo. Es, en suma y como decíamos al principio, una obra maestra que ha sido reconocida con el paso del tiempo. En el año de su estreno, sólo consiguió el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián, así como al mejor actor para James Stewart, aunque también estuvo nominada a los Oscars al mejor sonido y la mejor dirección artística. Para los amantes del cine de nuestros días es un título imprescindible.
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Cine-club del Rodrigo Caro: Los 400 golpes de François Tuffaut (1959)

Autor: Juan Gabriel Martínez

Nuestro cine-club sigue su camino consolidándose cada mes un poco más. La última película que hemos visto antes de las vacaciones de Navidad ha sido Los 400 golpes (1959), de François Truffaut.
Se trata de su primer largometraje (ya había realizado dos cortos con anterioridad) tras haberse dedicado a la crítica cinematográfica en diferentes medios de comunicación entre los cuales el más significativo es la célebre revista Cahiers de cinéma, donde, con otros jóvenes cineastas franceses innovadores, se plantan las bases y los principios del movimiento que será conocido como La Nouvelle Vague. De hecho se considera que esta película inaugura este movimiento.
Como en gran parte de su filmografía, si no en toda, las vivencias de la infancia de Truffaut van a estar presentes en esta película: el padre desconocido, el desarraigo con la madre, las dificultades escolares, las faltas al instituto, el gusto por el cine y la literatura... Con muy pocos elementos y una austeridad formal y visual, y con la excepcional interpretación de Jean-Pierre Léaud, François Truffaut va a componer una historia conmovedora sin llegar a caer en la sensiblería. ¿Qué nos cuenta el director?
Conviene hacer aquí un alto para fijarnos en el título de la película, imprescindible para una correcta interpretación de la misma. La expresión francesa “les 400 coups” (título original de la película) hace referencia a las pequeñas gamberradas que empieza haciendo un niño travieso y que pueden llevarle por mal camino si su formación no le da unas herramientas con las que desarrollar una vida “decente y provechosa”. Casi todos hemos hecho alguna vez alguna travesura, pero en algunos casos esas travesuras toman una pendiente peligrosa que puede ser el origen de una vida desgraciada.
Este es el caso de Antoine Doinel, un adolescente parisino al que su familia no presta la atención necesaria y al que la escuela no satisface. La sociedad francesa aún vive las secuelas de la Segunda Guerra Mundial y el sistema educativo tradicional no responde a las expectativas y necesidades de un niño sensible e inquieto. De su padre no sabemos nada, y su madre ha iniciado una nueva vida con alguien que intentará llenar la ausencia de la figura paterna; pero el resultado no satisface realmente a nadie. Y un adolescente con el que nadie sabe qué hacer. Ante tal situación, Doinel encuentra un vacío que intenta llenar a su manera, lo que incluye hacer novillos en el instituto con un cómplice, que se convierte en su mejor amigo, para ir a sesiones matinales de cine, su gran afición. Las clases se le hacen tediosas y pasa las horas maquinando travesuras, ajeno a unas clases que no le dicen nada. Él se ve como una víctima de la escuela y de la sociedad y cualquiera de sus acciones encuentra justificación en su mente. Lamentablemente para él, las mentiras tienen las piernas muy cortas y todas esas travesuras se ven una y otra vez esclarecidas con el consiguiente castigo.
Evidentemente nuestro “héroe” busca una salida a una vida que no lo satisface, que no lo llena, que no responde a sus necesidades vitales ni afectivas. No podemos decir que sea un delincuente, pero la falta de una orientación y de una atención por parte de los adultos que lo rodean están en el origen de este “descenso a los infiernos”. Una enseñanza obsoleta y esclerotizada, una madre más preocupada de sí misma y de sus flirteos que de su familia, un padrastro simpático pero desinteresado, esos son los referentes de este adolescente que busca en el cine las experiencias y las satisfacciones que su rutinaria y solitaria vida no le ofrece. Antoine es consciente de todo lo que ocurre a su alrededor (conoce la infidelidad de su madre y aprende a mentir en un mundo donde todo el mundo miente o mira para otro lado). Pretendiendo evadirse, prepara junto a su amigo de correrías (y apoyo en los momentos difíciles) un plan para huir; sus pequeñas travesuras van transformándose hasta llevarlo a las puertas del delito, del que René, su amigo y cómplice de clase más acomodada, se verá libre por los pelos.
Pero para Antoine no hay escapatoria: cárcel, juez e internamiento en un correccional, ése es el camino que habrá de recorrer Antoine, sin que se sepa muy bien si eso supone un empeoramiento respecto a la vida que ha llevado hasta ahora. En cualquier caso, el final abierto de la película nos hace concebir esperanzas para ese niño que al llegar al mar sólo puede pararse a contemplarlo y tal vez pensar que debe hacer algo con su vida para darle un sentido. Ese sentido lo encontró Truffaut en el cine. Para Truffaut, Jean-Pierre Léaud fue un descubrimiento, y contó con él para seguir recreando su infancia conflictiva en otras cuatro películas más. Pero ésta es la que más prestigio le proporcionó, hasta el punto de ser, aún hoy, una de las mejores películas francesas. Recibió numerosos premios entre los cuales citaremos el premio del Festival de Cannes al mejor Director. También fue un éxito de público el año de su estreno, y los años transcurridos no han hecho sino consolidar el prestigio de la película y hacerla crecer en la consideración de críticos y directores, hasta el punto que figura en varios rankings entre las mejores películas de la historia del cine. Woody Allen, Luis Buñuel, Richard Lester, Carl Theodor Dreyer y muchos más la señalan como una de sus películas preferidas, y Akira Kurosawa llegó a decir de ella que era “una de las películas más hermosas que he visto”.
Según la estética de la Nouvelle Vague, lo importante en una película es la narración, precisa, minuciosa, con un claro gusto por las referencias literarias. La escritura del guión, en el que colaboraron el propio Truffaut y Marcel Moussy, tiene un papel relevante, al que la imagen objetiva (el responsable de la sobria y delicada fotografía es Henri Decaë), sin alardes ni elementos superficiales, debe acompañar sin añadir nada que no sea imprescindible para la narración de la historia. La música de Jean Constantin, mínima, es también un elemento menor, pero significativo en los pocos momentos en los que la narración prescinde de los diálogos para dejar a los personajes evolucionar dentro de la historia. Se trata de películas realizadas con poco presupuesto, con actores no profesionales y en localizaciones naturales, filmadas en pocas semanas, en blanco y negro, con planos largos, en las que la mirada de la cámara y el montaje posterior son otros tantos elementos fundamentales. Y todo ello para tratar temas morales con un estilo casi documental. De este tipo de cine surgió esa categoría que se aplica habitualmente a ciertas películas: “cine de autor”.
En fin, una gran película para cerrar este primer trimestre del curso y dejarnos con ganas de retomarlo a la vuelta de las vacaciones. Si no la habéis visto, no os la perdáis.
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