El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

martes, 18 de enero de 2022

Cineclub del Rodrigo Caro: Desayuno con diamantes (1961) de Blake Edwards

 

por Juan Gabriel Martínez


No sé cómo reaccionarán otras personas en situaciones como la que voy a describir a continuación a propósito de esta comedia romántica, pero hay títulos que disparan automáticamente un reproductor musical en mi mente, como si alguien seleccionara en una jukebox (si digo su nombre en español es posible que nadie sepa de qué estoy hablando: una sinfonola) una melodía de esas llamadas imperecederas:

Moon river, wider than a mile,

I’m crossing you in style some day.

Oh, dream maker, you heart breaker,

Wherever you’re goin’, I’m goin’ your way.”

 Y a partir de ahí, la historia de la película transcurre ante mis ojos con una mezcla de ternura, tristeza, nostalgia… y un poquito de edulcorante, para qué negarlo. Por ello, no voy a llevar la contraria a quienes no la tienen en gran estima. Pero también creo que es justo que reconozcan que la presencia de una delicadísima Audrey Hepburn no hace sino realzar los valores cinematográficos –que sin duda tiene- de este clásico de los años sesenta, en la que fue la interpretación que la consagró como la reina del glamour.

Dentro de este glamour que caracteriza a todo el film, no podemos dejar de mencionar el vestuario, que le debemos a Hubert de Givenchy, el célebre modisto francés que vistió a famosas mujeres y grandes estrellas del cine, entre ellas a Audrey Hepburn en esta película, así como en Una cara con ángel (1958), por la que obtuvo una nominación a los Óscar. Los trajes que diseñó para la actriz (y amiga suya) tuvieron y tienen aún gran influencia en un gran número de diseñadores.

                 Sin duda, la banda sonora de Desayuno con diamantes, y en particular la interpretación que del tema principal hace Audrey Hepburn tocando la guitarra sentada en la escalera de incendios una bonita mañana del otoño neoyorquino, son dos momentos estelares de la historia del cine. En el curso pasado cerramos el ciclo de películas con otra banda sonora inolvidable compuesta por el maestro Ennio Morricone para Cinéma Paradiso; como si un hilo invisible las uniera, iniciamos el de este año con otra película cuya banda sonora es absolutamente imprescindible y reconocible por todo el mundo. No en vano, Moon River (cuya letra debemos a Johnny Mercer) fue seleccionada por el American Film Institute en 2004 como la cuarta canción más memorable de la historia del cine. Por ella, y por la banda sonora de todo el film, Henry Mancini ganó dos premios Óscar en 1961, además de dos premios Grammy en 1962.


                 Éste fue el título elegido para iniciar una nueva temporada del cine-club del IES Rodrigo Caro, en respuesta a la demanda de alguna alumna a finales del ciclo anterior. Y con él nos acercamos al universo femenino, tan presente en la inspiración de tantos grandes títulos en la historia del cine como poco reconocible en muchos de ellos.

                Decíamos al principio que se trata de una comedia romántica, pero tampoco estaría mal considerarla una comedia dramática, si nos atenemos a la historia que subyace bajo esa apariencia de frivolidad y enamoramiento dificultoso lleno de tramas destinadas a concluir en el típico happy end. Sin duda, la novela de Truman Capote en la que se inspira (Breakfast at Tiffany’s) explicita mucho más las circunstancia que envuelven al misterioso personaje de Holly Goligthly, pero la censura americana y, sobre todo, el sentido comercial que Edwards da a sus películas, siempre más cercanas a la comedia que al drama, hicieron que los detalles escabrosos del original se obviaran. Así, Holly se gana la vida ejerciendo el oficio de escort (¡y ya van tres anglicismos en esta reseña!), o lo que es lo mismo, aunque suene más prosaico en español, de prostituta. Tras una difícil infancia y un matrimonio por pura supervivencia, exento de amor, Holly recala en Nueva York, donde lleva una vida mundana, extravagante y desordenada, buscando una oportunidad para ser artista o a la espera de encontrar la felicidad con un marido rico que la haga olvidar un pasado que pese a todo la persigue. Pero, además, el personaje original es abiertamente bisexual, lo que la haría un personaje muy interesante en el panorama cultural actual, pero que iba mal con la imagen angelical de Audrey Hepburn a principios de la década de los sesenta. Y por supuesto, se evita cualquier alusión a un aborto anterior y a su afición a fumar marihuana (aunque casi al final de la historia, en el momento de su detención por la policía, se hace una alusión de pasada a la posibilidad de que hubiera droga en su apartamento), limitándose a teñir al personaje de un cierto tono gris por su afición al alcohol. Está claro que nuestro admirado Truman Capote tenía un espíritu torturado del que dotaba a sus personajes (los reales de A sangre fría y los ficticios, como los de la novela que nos ocupa).

                Holly encuentra a un joven y atractivo escritor de poco éxito que se instala en su mismo edificio, y a partir de ahí entablan una relación ambigua, entre la amistad (porque hay muy poco en común entre ellos, al margen del evidente atractivo físico) y el enamoramiento en el que se mezclan atracción y ganas de ayudarse. Para evidenciar ese afecto amistoso que siente por él, Holly, en uno de sus habituales gestos extravagantes, decide llamarlo como a su hermano: Fred, aunque el chico se llama Paul. Como en toda comedia romántica, nada hace pensar que esa relación pueda llegar a algo más profundo, pero ya sabemos cómo es el cine: de crisis en crisis, de dificultad en dificultad, de vivencia en vivencia, los personajes de Holly y Paul Varjak (un guapísimo George Peppard de 32 años, uno más que Hepburn) van acercándose más allá de la compañía y la ayuda mutua que se dan. La belleza de ambos se complementa con la nobleza de sus caracteres, la inocencia que los hace intocables ante las vilezas del mundo en el que viven y del que, por otro lado, no quieren salir. De hecho, la despreocupada Holly se presta a un curioso servicio de transmisora de información codificada entre un conocido mafioso encarcelado en Sing Sing y sus secuaces en el exterior, servicio por el que recibe una remuneración que a ella le parece desinteresada porque no sabe cuál es su función en esa red delictiva y que la llevará ante la justicia en la última parte de la película.

La vida en Nueva York es difícil, pero merece la pena (y las penas son muchas) afrontarla, aunque para ello Holly deba ofrecerse a “caballeros” de alto nivel social, a la caza de un hombre rico que quiera casarse con ella, lo cual cree conseguir por fin con el político José da Silva Pereira (personaje encarnado por el aristócrata español y playboy internacional José Luis de Vilallonga): éste la desposará y la llevará a Brasil para empezar una nueva vida feliz. O que Paul Varjak acepte vivir como un mantenido por una rica amante, casada, que le pone en contacto con el mundo de las editoriales, donde espera publicar y continuar su incipiente carrera literaria en la que sólo hay un libro editado hasta ese momento. Esas son las dificultades de sus vidas, que ellos mismos reconocen como una farsa: una realidad grosera y hostil en la que los bellos momentos de calma y dicha son escasos, y Tiffany’s es uno de esos raros lugares donde se pueden encontrar. Por eso Holly suele acabar su jornada “laboral” a las seis de la mañana, en una ciudad aún vacía antes de que sus calles se animen con el ir y venir de miles de personas, cada una con sus preocupaciones, delante de los escaparates de la joyería, deleitándose en la contemplación de unos diamantes que para ella representan el mundo feliz donde querría vivir, con un desayuno en la mano, adquirido en algún lugar abierto. Los diamantes, símbolo de la belleza, la serenidad y la seguridad ante el tiempo que no se detiene, de los anhelos de una joven que ha tenido una infancia difícil.

                La desordenada vida de la mundana Holly, en la que Paul intenta poner un relativo orden, nos lleva a conocer la historia real del personaje, esa que quiere olvidar a base de ignorarla, pero que la obstinada realidad acaba poniéndole delante de sus narices, y con ello la deja al descubierto ante su entorno. Su verdadero nombre es Lula Mae Barnes, originaria de Texas. Allí se casó siendo una adolescente (¡14 años!) con Doc Goligthly, quien aún se cree su marido pese a que lo abandonó un día para huir de esa vida y perseguir un sueño. El buen hombre había comprendido que aquella niña no estaba enamorada de él, por lo que la dejó marchar y no le guardó ningún rencor. Y con ese buen ánimo se planta en Nueva York a buscarla para que regrese y se encargue de su hermano Fred (que va a terminar su servicio militar), de sus cuatro hijos (de un matrimonio anterior y para los que buscaba una madre cuando se casó con ella) y de él mismo. Para Holly, la opción de regresar a Texas es impensable, pero sabe que su hermano (que padece una discapacidad intelectual) necesita su ayuda y asume esa responsabilidad. Desde ese momento la necesidad de casarse con un hombre rico se hace perentoria.

Cuando todo parece ir bien con José da Silva Pereira llega la triste noticia del fallecimiento de su hermano durante unos ejercicios militares (¡la vida, siempre la puñetera vida!), el único ser al que Holly se siente unida. Con ello, la vida de Holly da un brusco cambio y la obliga a enfrentarse a la nueva realidad de una existencia que ya todos conocen. Las dificultades se acumulan, pero como en toda buena comedia romántica, esas mismas dificultades hacen que los personajes se conozcan mejor y sean capaces de superarlas, justo en el momento en el que parecía que todo se iba al garete.

Entretanto, Paul, que se ha visto rechazado por Holly tras confesarle su amor, ha iniciado una vida independiente tras su ruptura con su amante rica: ha cambiado de domicilio y vive de sus publicaciones (incluso ha publicado y le han pagado un breve relato en un periódico). Durante ese tiempo Holly se prepara para su cambio de vida en Brasil, porque parece que la boda con el político portugués es cosa hecha. Y cuando Paul va a despedirse de ella llega el nuevo revés: la redada de la policía. Y como consecuencia de ello (o tal vez todo había sido una farsa más) José da Silva da por roto su compromiso. Holly persiste en su idea de abandonar Nueva York e iniciar una nueva vida en Brasil, pero eso ya no será posible. ¿Quién está con ella en esos momentos? De nuevo Paul Varjak, buscando la fianza para sacarla de la cárcel y yendo a buscarla, llevándole su gato que aún no tiene nombre (porque nadie pertenece a nadie y nadie tiene derechos sobre los demás, incluyendo el de dar un nombre, una relación inestable como todo lo que en la vida de Holly aún no es definitivo), llevándole su ropa...

La tormenta precede a la calma, y las lágrimas del hundimiento personal anteceden al encuentro realmente amoroso con el ser que es capaz de estar donde debe en el peor momento, el único que la ha tratado con respeto, viendo en ella lo que nadie quería ver; el único que es capaz de decirle las cosas que ella no quiere oír; el único que la hace enfrentarse a la realidad sin fingimientos y con valentía. Ya sin artificios, sin atrezzo, sin imposturas, cuando sólo el amor puede rescatarlos del abismo, en ese momento es cuando podemos tener en nuestras manos el mundo entero concentrado en un callejón destartalado de Nueva York, con la lluvia mezclándose con las lágrimas y corriendo torrencial por las mejillas (¿estoy escribiendo de Desayuno con diamantes o de Blade Runner?). Ella, Paul… y Gato.


Con esta película Blake Edwards obtendría el primero de sus éxitos de crítica y público. Tras ella, desarrolló una irregular y prolífica carrera tanto en cine como en televisión, donde abundan las comedias (entre ellas la larga saga de la Pantera Rosa), algunas de ellas sobresalientes, como El guateque (1968), pero muchas de ellas intrascendentes. En esa línea de películas cómicas se combinan además los musicales como Victor Victoria (1982) y otras con tintes eróticos, como 10, la mujer perfecta (1979). Pero también le debemos dramas intensos y demoledores, como la, a mi juicio excelente, Días de vino y rosas (1962). Y en muchas de ellas contaría con la colaboración de Henry Mancini, siempre con extraordinarios resultados.

                Como ya he dicho otras veces, una de las grandes riquezas del cine es su capacidad de hacernos soñar, aunque eso nos aleje a veces de la realidad; pero la vida (y el cine, ¿cómo no?) también es ilusión. Una ilusión por vivir vidas ajenas, por conocer lugares lejanos y desconocidos, por tener experiencias que nos hagan más felices y un poco mejores. Y al final de todo, cada uno de nosotros navega por un río de amplias resonancias filosóficas y literarias. También cinematográficas. Cada uno de nosotros seguimos nuestro propio y particular Moon River.

                “We’re after the same rainbow’s end

                Waitin’ round the bend

                My huckleberry friend

                Moon river and me”

 

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