Nadie podrá negar que Almodóvar tenga una estética
propia, un sello único que hace reconocible para todo aficionado al séptimo
arte su cine. Universal, nos guste o no.
Con Pedro Almodóvar te puede pasar o bien que ames
sus películas o que no sepas por dónde cogerlas. O bien te puede ocurrir como a
mí, que amo algunas de sus películas y hay otras que formarían parte de mi
infierno particular si el infierno existiese y fuera una sala de cine en la que
te proyectaran películas malas por toda la eternidad.
Volver es una de las que amo.
Amo la estética, la presencia de las actrices, cómo están dirigidas, los
diálogos y la elección de la música y su banda sonora original.
Desde la belleza del estampado de la falda de
Penélope Cruz, las manos recogidas en el regazo de la gran Blanca Portillo,
hasta las flatulencias de la madre, la señora Carmen Maura, recuperada por
Almodóvar con esta película para su universo, me parecen perfectas y que no
sobra nada.
Volver es una película de
mujeres, y no solo para mujeres, que retrata historias de mujeres normales
dentro del contexto social y económico que la película refleja.
Por supuesto, a casi nadie le ocurre (a la vez) lo
que a estas mujeres en la historia, pero se distingue de otros entornos en los
que Almodóvar ha situado a sus personajes femeninos en otras ocasiones, dentro
del mundo del espectáculo y con mayor poder adquisitivo, como en La flor de mi secreto o Todo sobre mi madre.
La historia gira en torno a Raimunda, personaje
magistralmente interpretado por Penélope Cruz. La película retrata las
diferentes vicisitudes acontecidas a su hija, su hermana, su madre, los vecinos
del pueblo y el bar que regenta un amigo y del que ella se apropia a raíz de un
acontecimiento imprevisto.
Esta mujer es el eje sobre el que giran varias
tramas en la película, que podemos resumir en tres: la parte más personal, en
la que tenemos la relación con su marido e hija; la familiar, en la relación
que mantiene con su hermana y con los vecinos del pueblo (que en un pueblo son como familia) y la parte
laboral, en la que vemos a una mujer que se pasa el día trabajando fuera y
dentro de casa y que además, le quedan fuerzas para llevar un bar para delante.
Quizás no sea necesario, ya que tras las películas
de Almodóvar hay grandes campañas de promoción, pero vamos a dar algunos datos
sobre la misma.
Película de 2006, escrita y dirigida por Pedro
Almodóvar y también producida por su productora El Deseo. Rodada en las
comunidades de Castilla- La Mancha (de donde es oriundo Almodóvar, como todo el
mundo sabe) y Madrid. El estreno mundial de la película tuvo lugar en Puerto
Llano (Ciudad Real).
El reparto es mayoritariamente femenino,
encabezado por Penélope Cruz, acompañada por Lola Dueñas, Blanca Portillo,
Yohana Cobos, Chus Lampreave y Carmen Maura.
Como casi siempre, las interpretaciones de “sus”
actrices han sido reconocidas tanto nacional como internacionalmente y la
película obtuvo numerosos premios y nominaciones.
Un inciso antes de enumerar esos premios.
Digo “sus” actrices porque realmente es así.
Incluso en la película más mala de Almodóvar (a la última de ellas me remito, Madres paralelas, que no recomiendo a
nadie) las actrices están excelentemente dirigidas y hacen un trabajo extraordinario.
Otra cosa es que la trama de la película no se sostenga.
Como decía, gran cantidad de premios han
reconocido a esta película y al trabajo de las actrices. Volver ha sido galardonada como mejor película en los premios del
Círculo de Escritores Cinematográficos, en los Premios Cóndor de Plata y en los
Premios Goya. En los Premios del Cine Europeo y en el Festival de Valdivia
obtuvo el Premio del Público a la mejor película.
En cuanto a las actrices, Penélope Cruz ha
conseguido el premio a la mejor actriz en los Premios del Cine Europeo, en los
premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, en los Premios Goya y en el
Hollywood Film Festival.
También Alberto Iglesias (compositor de la banda
sonora original), José Luis Alcaine (director de fotografía), Carmen Maura y
Pedro Almodóvar han sido galardonados a
título individual.
Pero lo más destacable sea quizás el premio
logrado de forma colectiva para las seis actrices de la película en la
categoría de Mejor Interpretación Femenina otorgado en el Festival de Cannes,
lo cual nos indica lo complicado que resulta decidir cuál de las actrices
realiza una mejor interpretación en Volver.
Como anécdota ocurrida en este Festival de Cannes
comentaba Blanca Portillo en una entrevista que, en la cena de la noche
anterior a la entrega de premios, una persona de la organización del festival
no le dejaba sentarse a la mesa con sus compañeras nominadas porque al tener
pelo no la reconoció como el personaje de Agustina que interpreta en la
película. Todo se resolvió gracias a la mujer de Samuel L. Jackson que la
reconoció y le dijo a la organización: She is Agustina!!
Reflexionando tras el visionado de la película te
das cuenta de que el cine de Almodóvar, al menos en Volver, es atemporal. No hay indicios que nos indiquen en qué época
política o social se está desarrollando la historia. Creo que se debe a que los
personajes son de pueblo, parte de sus vidas transcurre en ellos y en los
pueblos el tiempo no pasa. Las historias son eternas, nunca acaban, pasan de
padres a hijos, mejor dicho en este caso, de madres a hijas.
Quizás la única concesión a la sociedad actual se
observa cuando Agustina (Blanca Portillo) acude a un programa de televisión a
contar su historia, a vender su intimidad, su alma. Imposible no sentir lástima
por Agustina, tan buena persona, tan vulnerable, sentada en la silla del plató
siendo carne para un público ávido de carnaza. Pedro Almodóvar ha dicho en
repetidas ocasiones que él no ve
televisión y esta me parece una buena forma de ser crítico con lo que puede
llegar a vender la televisión.
Almodóvar crea tres escenarios distintos en la
película bien diferenciados. Por un lado está la casa de Raimunda (Penélope
Cruz), donde se plantean los problemas del día a día: las relaciones personales
entre los tres miembros de la familia (madre, padre e hija), los problemas
laborales (el marido se queda en paro), llegar a fin de mes, tener más de un
trabajo, etc.
Luego está la casa de Sole (Lola Dueñas), la
hermana de Raimunda que vive y parece estar sola (no sé si por eso Almodóvar la
llamó Soledad, habría que preguntarle) y en la que tiene una peluquería. En
este escenario se desarrollan las partes cómicas de la película, sobre todo a
raíz de la aparición del “fantasma” de la madre que hay que ocultar a los
demás.
Por último está el pueblo, donde el tiempo no cura
las heridas porque, como he comentado antes, el tiempo no transcurre en los
pueblos.
En cuanto a los personajes, Almodóvar cuenta que
las mujeres de la película cometen actos moralmente deleznables pero que como
escritor las redime porque quiere creer en la justicia humana y salvarlas así
de otros tipos de juicios menos humanos.
Por último destacar de esta película al escritor
de la misma, Pedro Almodóvar. Escribir una historia en la que hay incestos,
violaciones, asesinatos, talk shows, cadáveres en arcones, apariciones de
fantasmas, el play back de un tango y que nos la tomemos en serio, tiene todos
mis respetos.
En mayo de este año tuvimos la
última sesión de este curso de nuestro cine-club, un nuevo título mítico del
cine americano, de un director del que aún no habíamos incluido ninguna de sus
películas en nuestra programación, Robert Aldrich, un director difícil para el establishment de Hollywood por su
particular tratamiento de la violencia y por el desgarro de algunas de sus
películas, entre las que ésta de la que nos ocupamos hoy ocupa un lugar
destacado. Y con ella culminamos la serie de títulos elegida para este curso.
En todos ellos las mujeres han tenido un papel determinante, desde las
diferentes ópticas con las que han sido tratadas en cada una de las películas.
En este caso, se trata, además de un tremendo y magistral duelo interpretativo
entre dos grandes actrices, un enfrentamiento que iba más allá de la pantalla,
y que las protagonistas confirmaron posteriormente. Bette Davis y Joan Crawford
nos muestran una enfermiza relación entre dos hermanas condenadas a convivir
para purgar sus culpas y nos sumergen en un universo opresivo en el que no
entenderemos plenamente qué ocurre y por qué ocurre hasta el final, en un
magistral giro de guion.
En una época
como la actual, en que tanto en series como en películas (y hasta en la
literatura contemporánea se aprecia esta técnica) abundan las historias
desestructuradas, la multiplicidad de tiempos y perspectivas, en una narración
alambicada que por momentos llega a hacerse incomprensible para el espectador
(quien abandona a veces su trabajo de “reconstructor” y se abandona a la
ulterior explicación del guionista y del director, sea ésta la que fuera y
dándola por válida), ver esta película de otros tiempos (¡y los años 60 son ya
tiempos rompedores en muchos aspectos!) te hace disfrutar de una narración
lineal y heterodiegética, en la que el relato está contado de forma verosímil
desde un punto de vista externo a los personajes (el del director), sin
intervenir en la presentación de los hechos. Y esa linealidad no resta un ápice
a la tensión dramática de la historia, sin desvelarnos ninguna clave que nos
permita arrojar una luz sobre el por qué de la situación anómala que viven esas
dos hermanas. El misterio que rodea sus vidas permanece en esa oscuridad –por
otro lado dominante a lo largo de casi todo el filme en los escenarios del
interior de la casa en la que viven, moviéndonos en todo momento en la duda de
si estamos ante una drama psicológico o una película de terror (o tal vez ambas
cosas no estén tan alejadas de la realidad)- de un pasado en el que está su
justificación. Sin ese misterio, la película no dejaría de ser una más de las
que nos cuentan dramas familiares y crisis personales de viejas glorias de
cualquier disciplina, y no voy a negar méritos a algunos de esos títulos, como,
sin ir más lejos, la espléndida “El crepúsculo de los dioses” (1952) de Billy
Wilder. Ese misterio es el que caracteriza a las historias de policías, de
seria negra, y hasta a las de aventuras. Pero como decía al principio, la fragmentación
de las secuencias y puntos de vista homodiegéticos se han hecho demasiado
recurrentes, siendo un recurso del que se abusa y que a menudo recubre con
complejidades formales lo que a la historia le falta de sustancia.
En la película
que nos ocupa, Robert Aldrich y Lukas Heller, su guionista (otro judío de
origen alemán más que tuvo que abandonar la Alemania del Tercer Reich, de la
que huyó su familia, y que acabó aportando su talento al cine americano), con
el que también colaboró en “Doce del Patíbulo” (1967) y “Comando en el mar de
China” (1970), nos cuentan, a partir de la novela del mismo título de Henry
Farrell, la historia de una venganza, pero ¿de quién contra quién? Ahí está el
misterio al que el título en forma de interrogación no hace sino aportar más
oscuridad.
Partiendo de
los años en que las dos eran unas niñas, vemos a Jane triunfar en los
escenarios de todo el país y vendiendo muñecas que son una réplica de la joven
estrella, mimada por el padre y aclamada por el público. Entre tanto, Blanche
recibe palabras de consuelo de su madre, al tiempo que la aconseja que cuide a
su hermana si la situación se invierte en el futuro. Los años pasan rápidamente
para presentarnos a las dos hermanas ya adultas; pero, cosas de la vida, Blanche
ha alcanzado la fama en el cine, en tanto que su hermana Jane ha perdido el cariño
del público (¡lástima esos niños artistas prodigio, víctimas de la sociedad y
de sus familias) y el interés de los productores. Siguiendo los consejos que le
dio su madre, Blanche establece en sus contratos una claúsula por la que su
hermana debe rodar una película por cada una que ella haga, para desesperación
de guionistas y directores y pese a sus reticencias, ya que no encuentran
ninguna calidad en esta antigua niña prodigio.
Pese a esa
magnanimidad, los celos que siente Jane hacia su hermana triunfadora se siguen
interponiendo entre ellas. Es en esa época cuando, en una noche a la vuelta de
una fiesta, se produce un sospechoso accidente de tráfico con el nuevo coche de
Blanche, en el que ésta resultó gravemente herida y que la dejó paralítica. Del
accidente se hizo responsable a Jane, ya en un lamentable estado por culpa de
su afición desmedida al alcohol, quien abandonó a su hermana en la entrada de
su casa y, en plena borrachera, se fue a un hotel, donde fue encontrada al día
siguiente.
Han bastado unos
minutos de las más de dos horas del metraje para que director y guionista nos
sitúen en la vejez de ambas. Siguen viviendo juntas desde aquella noche, tras
la que Jane asumió la responsabilidad de cuidar a su hermana, sintiéndose en
deuda con ella y responsable de su situación actual. Pero a cambio, la somete a
humillaciones constantes y le impide llevar una vida social normal, inmersa en
el ambiente lóbrego, claustrofóbico de la mansión donde viven las dos, y a la
que sólo viene algunos días una asistenta que se ocupa de la casa y de cuidar a
Blanche, postrada en una silla de ruedas, recluida en el piso superior de la
mansión. Su situación económica es preocupante, y se limitan a vivir del
patrimonio acumulado en los años de estrellato de Blanche antes de su
accidente. Las necesidades apremian y el estado mental de Jane es cada vez más
preocupante, por lo que Elvira, la asistenta, recomienda a Blanche que ponga en
venta la mansión e ingrese a su hermana en un sanatorio. Blanche no se atreve a
tratar el tema con su hermana, y tardaremos poco en ver que no le faltan
razones.
Por su parte,
Jane, refugiada en el alcohol y asumiendo un destino que la ha mantenido al
lado de su hermana (¿por falta de recursos propios, por una carrera artística
acabada demasiado pronto, por compasión por su hermana impedida, por amor-odio,
por celos, por sentimiento de culpa? ¿O por todo ello?), aún rememora su niñez
triunfante en los escenarios de todo el país y abriga la esperanza de recuperar
esa gloria. En uno de los momentos más terribles de la película, veremos a Jane
(Bette Davis) maquillándose ante el espejo como Baby Jane, con los mismos
tirabuzones rubios, luciendo el mismo modelo de vestido con el que triunfó,
intentando recuperar aquella imagen que para ella está asociada a la felicidad,
la de la muñeca que aún ocupa un lugar en su habitación. Un placer infantil que
la vida le arrebató, incluso en el terreno sentimental, ya que tampoco los hombres
le correspondieron. Pero ella cree que aún puede llegarle una nueva oportunidad
y para ello contacta con un músico con el que pretende iniciar una nueva gira, un
tipo sin escrúpulos convertido en un estafador, interpretado por Víctor Buono,
uno de esos secundarios imprescindibles y que obtuvo una nominación al mejor
actor de reparto en los premios Óscar de ese año por su interpretación en esta
película. Si hubiera que ilustrar con una imagen el esperpento de nuestro gran
Valle-Inclán, no me cabe la menor duda que las secuencias de Bette Davis ante
el espejo que le devuelve la imagen de lo que es más una máscara que un rostro,
intentando recuperar su infancia, y posteriormente cantando “Le escribí una
carta a papá” (la repulsiva y almibarada canción con la que triunfaba en los
escenarios), serían un exponente antológico, aunque también nos acerque al
terror que nos inspiran las viejas muñecas de porcelana.
A lo largo del
filme vamos viendo cómo se va deteriorando la salud mental de Jane, cada vez
más celosa de su hermana, alcoholizada hasta el extremo de ir perdiendo el
control de sí misma, lo que lleva a Blanche a pedir a los repartidores que no
le lleven más botellas de alcohol a la casa. Esta locura la lleva a torturar a
su hermana, sirviéndole en el plato a la hora de la cena el cadáver de su
pájaro, o una rata muerta, haciéndole pasar hambre por no darle ningún otro
alimento; o golpeándola cuando Blanche intenta telefonear a un doctor para que
venga a ver a Jane. E incluso llegará a matar a Elvira cuando, tras comunicarle
que está despedida, ésta quiere despedirse de su hermana y la encuentra atada
en la cama de su cuarto. La situación se va haciendo cada vez más insostenible,
hasta el extremo de que Blanche intentará desesperadamente huir. Finalmente,
consigue llamar la atención de Edwin, el músico contratado por su hermana, que
ha venido a cobrar su cheque por el acuerdo al que ha llegado con Jane, y
también la ve atada, pero a él no lo matará Jane. Esto le permite salir e ir a
avisar a la policía. Entonces Jane decide dejar la casa y se lleva a su hermana
a la playa, donde hubiera querido vivir con Blanche, a quien arrastrará hasta
la orilla, donde esperan la llegada del nuevo día, mientras Blanche agoniza.
Allí transcurrirá la impresionante escena final, solas las dos hermanas,
manteniendo una conversación que arrojará finalmente la luz que nos hará
conocer lo que realmente ocurrió en aquella noche de hace 27 años.
La policía,
avisada, encuentra a Jane en la playa y la sigue, mientras la gente se va
concentrando a su alrededor atraídos por tan sorprendente escena. La cámara se
elevará, y veremos cómo la policía deja a Jane rodeada de “su público” para
ocuparse de Blanche, tendida en la arena.
Como decía al
principio, esta película ocupa un lugar particular en la filmografía de Robert
Aldrich. Discípulo de Joseph Losey, Aldrich imprimió a su cine un toque
personal, que se caracteriza por el tratamiento de la violencia y las imágenes
de gran crudeza visual, incluyendo el erotismo -como en “Sodoma y Gomorra” (1962)-,
lo que le valió algún despido. Sin duda, “¿Qué fue de Baby Jane?” es la
película con la que Aldrich tuvo mayor reconocimiento, tanto de crítica como de
público, pero no la única que un buen amante del cine debe ver; también son
imprescindibles el western “Vera Cruz” (1954) o el thriller “El beso mortal”
(1955). Aunque de las cinco nominaciones que tuvo a los premios Óscar por “¿Qué
fue de Baby Jane?”, ninguna fue al de mejor director. De ellas, sólo el
vestuario alcanzó la estatuilla. Y sin embargo, esta película merece un lugar
destacado entre los clásicos del cine, como demuestra que haya sido considerada
“cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del
Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su preservación en el National
Film Registry; y especialmente por las dos actrices principales (aunque sólo
Bette Davis fue nominada al Óscar a la mejor actriz). La malas lenguas de
Hollywood, y especialmente la prensa, se hicieron eco de la difícil relación
entre ambas –y la exageraron con fines publicitarios- , glorias del cine de los
años 30, 40 y 50, y que en 1962 no vivían sus mejores tiempos, porque ya se
sabe que “Hollywood no es país para viejas” (aunque eso no sólo pasa allí, como
bien pueden confirmar numerosas actrices de todo el mundo). De esa
circunstancia ha surgido la primera temporada de la serie Feud, titulada Bette and Joan
(2017), en la que dos actrices de la talla de Susan Sarandon y Jessica Lange
encarnan a Davis y Crawford respectivamente, en situaciones vitales y
profesionales similares a las que aquellas vivieron.
Sin duda, una
película que no puede dejar indiferente a nadie, a veces por la incomodidad que
nos produce, rayana en la repulsión (y en eso Bette Davis era una artista); a
veces por el morboso deleite que nos depara ver el talento de aquellas dos
grandes actrices, porque sabemos que estaban luchando por demostrar que el cine
no se podía olvidar de ellas; porque aquello era algo más que una película. Era
una balsa en la que debían colaborar para salvarse del naufragio, del olvido. Y
Robert Aldrich supo estar allí para, capitaneando este proyecto casi imposible,
ayudarlas a llegar a buen puerto: hasta el lugar que ocupan hoy en nuestro
corazón y un nuestra memoria de amantes del cine. Una obra llena de pasión y de
humanidad en ese lugar, la Meca del Cine, donde no parecía que hubiera sitio para
los sentimientos.
Los
incondicionales de nuestro cineclub volvimos a citarnos en abril para ver una
de esas películas que no dejan indiferente a nadie. De hecho, las sensaciones e
impresiones que nos dejó al terminar dejaron bien a las claras la muy diferente
recepción que este largometraje de Ridley Scott tuvo entre nosotros. Algo de
eso mismo viví en el año de su estreno cuando, hablando con mis amigos, grandes
admiradores de la obra del cineasta británico -especialmente de Los duelistas (1977) o Blade Runner (1982)- , llegaron a
afirmar, totalmente convencidos, que se trataba de su peor película.
Yo confieso
que me gustó entonces y me sigue gustando ahora, más de treinta años después.
Tal vez no sea la película que me deja atrapado, que me seduce en cada una de
sus secuencias y que vería una y otra vez en la versión “original”, la
“ampliada”, la “del director” y cuantos montajes posteriores sean capaces de
hacer las productoras, pero reconozco que me conmueve y disfruto a partes iguales
con el tema que nos plantea y su tratamiento en forma de road movie, con lo que eso supone de aventura.
No
pretendo encontrar una justificación para rebatir el rechazo que esta película
produce, entre otras cosas porque las causas del mismo pueden ser tantas como
críticas negativas tiene. Por el contrario, creo que es un ejemplo más de la
amplia y heterogénea filmografía del director. A lo largo de sus más de
cincuenta años de carrera, Ridley Scott nos ha ofrecido 27 películas como
director, además de cortometrajes, documentales, anuncios y series de
televisión, alternando o simultaneando su labor como director con la de
productor, de forma que la enumeración de toda su producción excede del formato
de esta reseña. En esa carrera ha abordado todos los géneros, pero en los que
más ha destacado es en el histórico -además de Los duelistas, su primer largometraje, al que ya he hecho
referencia, no podemos olvidar su oscarizada Gladiator (2000)- y la ciencia ficción -con títulos como la
mencionada Blade Runner o The Martian (2015)-. Y por supuesto, en
esa larga lista de películas las hay que han recibido malas críticas por parte
de los expertos, del público o de ambos. Pero lo que no falta en sus proyectos,
lo que podría definirse como su sello personal, es la cuidada realización y su
pretensión constante de envolver al espectador en una película en la que la
ambientación, la música, el montaje, la fotografía, cobran una relevancia
excepcional, de modo que todos los espectadores, hayamos salido del cine con una
impresión más o menos favorable, seremos capaces de recordar secuencias que
permanecerán para siempre grabadas en nuestras retinas y en nuestra memoria
cinematográfica, y no sólo estoy hablando de la icónica imagen del final de Blade Runner (casi podemos citar de
memoria el monólogo de despedida del replicante Roy Batty: “yo he visto cosas
que vosotros no creeríais…”), película que ya tuvimos el placer de ver hace
unos años en nuestro cine-club; también suena en nuestra mente la banda sonora
de Gladiator, compuesta por Hans
Zimmer y Lisa Guerrard, mientras vemos cómo Maximo pasa la mano sobre las
espigas de trigo de su hacienda; y de igual manera recordamos con horror la
última escena de John Hurt en Alien
(1979), considerada por numerosas publicaciones como una de las más memorables
de la historia cinematográfica. Y ya que estamos con Thelma & Louise, todos
recordamos un final que, guste o no, también forma parte de la iconografía
fílmica (y semántica, hasta el punto de llegar a existir en el lenguaje popular
de una cierta generación, la expresión “hacerse un Thelma y Louise”. Hasta
Joaquín Sabina nos hace un spoiler en
su canción Titamisú de limón cuando
nos dice: “Al borde del precipicio / jugábamos a Thelma y Louise…”). Respecto a
este “sello” característico de nuestro director, quiero hacer mención de un
título que tal vez no sea muy relevante, pero que en el momento de su estreno
constituyó un ejemplo perfecto de esa estética casi de vídeo-clip: La sombra del testigo (Someone to Whatch Over me, 1987), un thriller romántico con poco éxito de
taquilla, como también fue el caso de Black
Rain (1989), un drama policial, su primera colaboración de las seis que
tuvo con el compositor Hans Zimmer.
Pero volviendo
a la película que nos ocupa, Thelma &Louise le supuso un nuevo éxito de taquilla, además de ser recibida
con buenas críticas, valiéndole además las nominaciones de las dos
protagonistas, Susan Sarandon y Geena Davis, a los premios Óscar de ese año,
aunque no los lograron al cruzarse en su camino Jodie Foster con su magnífica
actuación en El silencio de los corderos.
Partiendo de
una historia muy simple, pero no por ello intrascendente, Ridley Scott nos hace
recorrer los Estados Unidos durante la persecución de estas dos mujeres,
buscadas por la policía federal por el asesinato de un hombre. Puede parecernos
que los motivos de estas dos mujeres para emprender esta “aventura” (un
tranquilo fin de semana de liberación de sus rutinas habituales con sus
parejas) no son suficientes para construir una historia, y que los derroteros
que toma esta aventura son exagerados. Pero la vida es así, imprevisible,
inabarcable, variable. Precisamente, lo importante de esta historia, a mi
juicio, es que las respuestas del ser humano ante las circunstancias que se le
presentan, no están sujetas a lógica alguna. Y lo que parece intrascendente
puede convertirse en una pesadilla de la que es imposible salir porque la
vuelta atrás ya es imposible. Las figuras insignificantes de dos mujeres
corrientes adquieren un carácter de epopeya y se convierten en arquetipos de lo
que nos gustaría ser capaces de hacer, pero la mayoría de nosotros no hacemos
por falta de valor o por acomodamiento al status
quo. No quiero que se me malinterprete y se entienda que comparto los actos
en exceso violentos protagonizados por las dos mujeres, una más racional, la
otra más pasional, como forma de superar algunas de las situaciones que viven,
pero me voy a permitir la licencia de recordar a Odiseo en su empeño por
regresar a Ítaca: deberá dejar ciego a Polifemo, lo que le granjeará la
enemistad profunda y permanente de Poseidón, padre del cíclope; será infiel a
su amada Penélope con Circe y con a Calipso, quienes se empeñan en retenerlo
enamoradas de él, engañará a quienes sea necesario para conseguir sus fines y
finalizará su aventura en medio de un baño de sangre en su casa. No podemos
decir que el “astuto Odiseo” sea un dechado de virtudes, pero todo se supedita
a un fin último. En el caso de nuestras dos heroínas, la vuelta al hogar se
presenta como imposible, lo que ya nos queda claro en la conversación que el
personaje de Susan Sarandon (Louise Shawer) mantiene con su pareja cuando
Louise le pide dinero a Jimmy para continuar su huida hacia adelante.
También es
cierto que los personajes masculinos son presentados en general como
insignificantes e irrisorios, excepto un improbable jefe de policía
interpretado por Harvey Keitel, que empatiza con las dos fugitivas. Sólo él
será capaz de ponerse en la piel de una mujer que ha dejado salir a la fiera
que todos podemos llevar en nuestro interior, ese yo profundo que las
convenciones de la vida social hacen que permanezca callado hasta que un día
sale al exterior y ya nada puede retenerlo, un genio de la lámpara que ya no
quiere volver a encerrarse. Frente a este “policía bueno” (una figura habitual
en el cine y la literatura), otros personajes más despreciables aparecen a lo
largo del filme, empezando por un jovencísimo y atractivo Brad Pitt, en el
papel de un buscavidas que no es consciente del mal que puede llegar a causar
con su forma de vida, o los tres símbolos del machismo más repulsivo que se
cruzan en el camino de las dos mujeres: el macho del bar que pretende violar a
una Thelma borracha, el policía que las hace parar y abusa de su autoridad con
ellas o el camionero vulgar que las agrede con palabras soeces y gestos
procaces. Tal vez la presentación de estos “tipos” sea simplista, pero nadie
puede negar que son representantes de un sector de la población masculina. Y
estas dos precursoras del #Metoo nos hacen asistir a un tipo de reacción que,
si bien no es la común y la correcta, sí late en el fondo de nuestra
conciencia. Por otro lado, será la mujer más fría, la de mayor edad, la que
encuentre en esta ocasión la forma de ajustar las cuentas con su pasado, que ha
intentado mantener escondido, callado, y que, a través de ciertos indicios irá
descubriéndose poco a poco: su reacción ante el intento de violación que sufre
su joven amiga o su rechazo a seguir la ruta más corta para llegar a México
(saliendo del estado de Arkansas y sin pasar por Texas). Su mente calculadora
se rendirá cuando Thelma, en una prueba definitiva de inconsciencia, las deje
sin más recursos con los que proseguir su huída. El momento en que Thelma toma
la iniciativa (y el volante del coche), adentrándose en un terreno desconocido
y temerario, coincide con el de mayor abatimiento de Louise, cuando se da por
vencida. Y es justo en ese momento cuando la complicidad entre ellas se
fortalece y nosotros sabemos que su destino, el que deba ser, va a ser
compartido. De poco han de servir las buenas intenciones que manifiesta el jefe
de la investigación en el cumplimiento de su deber, consciente de que ambas son
a la vez culpables de una serie de actos (asesinatos, robos, atentados contra
la autoridad, voladura de un camión cisterna de material inflamable) y víctimas
de las circunstancias y de una sociedad machista que no les ha dado la
oportunidad de realizarse como mujeres. Esta es su última oportunidad y la van
a llevar hasta el final.
La realización
del film está llena de esos momentos e imágenes que caracterizan el cine de
Ridley Scott y de los que hablaba al principio. La música de Hans Zimmer (una
vez más) hará de contrapunto sonoro a los paisajes del desierto por donde
viajan las dos amigas, que según el guion es el de Arizona. En realidad, Ridley
Scott eligió para filmar esas imágenes el estado de Utah, y debemos reconocer
que la iluminación de las imágenes nocturnas resulta un tanto falsa, pero la
belleza de las composiciones no va a dejarse vencer por la oscuridad de la
noche del desierto -¿quién habla de realismo?- privando a los espectadores de
estos vídeo-clips musicales marca de la casa). Debemos reconocer la calidad de
la fotografía por la que Adrian Biddle también estuvo nominado a los premios
Óscar.
El guion de
Callie Khouri, por el que recibió el Óscar al mejor guion original, pretendía
poner dos protagonistas femeninas en un género absolutamente masculino, como
ella misma dijo: “En tanto que cinéfila, he sido alimentada por el papel pasivo
de las mujeres. No conducían nunca la historia porque no conducían nunca el
coche”. En él, los espacios abiertos del Oeste americano se convierten en un
personaje más, en un guiño a los westerns
de los años 50, un género que también está presente en los planos de los
personajes solitarios en medio de esas inmensidades, en los vehículos que
sustituyen a los caballos y las diligencias, y en las polvaredas que tanto unos
como otros producían en las escenas de movimiento. O como ese remedo del típico
duelo de revólver que se produce entre las dos protagonistas y el camionero
antes de que le hagan explotar el camión.
El tono de
humor de algunas escenas, que se puede malinterpretar por esperpéntico (tal vez
el ejemplo más significativo sea la escena del ciclista rastafari que echa el humo del porro que se está fumando en el
maletero del coche de policía, donde está maniatado el agente, a través del
orificio que las protagonistas hicieron con un disparo para que éste pudiera
respirar) fue expresamente buscado por Scott, ya que pretendía hacer agradable
para el público una historia indudablemente dramática. De hecho, las
alternancias de estos episodios humorísticos, contribuyen a dar un tono
optimista a la aventura que emprenden estas dos amigas en busca de una libertad
a la que de un modo u otro ya no renunciarán.
Hablaba al
principio de la diferente acogida y variadas reacciones de los espectadores a
la película, Desde su estreno, la polémica la ha acompañado, recibiendo
críticas de fascista (por la forma violenta de resolver los conflictos) o
misándrica (por ser anti-hombres). Pero de igual modo recibió el apoyo de
movimientos homosexuales que hacían una lectura lésbica de la relación entre
las dos amigas. Y lo que no podemos negar es la influencia posterior y aún
presente en el cine y en la televisión, así como las referencias que de ella
hay en obras literarias (La Muselière,
de Laurence Villani en Francia) y en la música actual (en Francia también, la
cantante Tori Amos escribió, tras ver la película, una canción titulada Me and a Gun en la que relataba el
intento de violación que había sufrido siete años antes y del que nunca había
hablado; y también Lady Gaga y Beyoncé hacen alusión a ella en el fragmento
final del vídeo de la canción Telephone,
entre otras muchas canciones de cantantes ingleses y españoles, como la
anteriormente citada de Joaquín Sabina, o la de Fito Paez, Dos días en la vida); y hasta en los vídeo-juegos The Legend of Zelda: The Twilight Princess
y Grand Theft Auto V).
Tras todo lo
dicho, no me cabe ninguna duda de que, cuando una película da tanto que hablar
y está tan presente en temas de actualidad, no puede ser ignorada y merece un
lugar entre los clásicos modernos, como demuestra el hecho de que figure en la
colección del British Film Institute desde el año 2000. Y el debate sigue
abierto.
No sé cómo
reaccionarán otras personas en situaciones como la que voy a describir a
continuación a propósito de esta comedia romántica, pero hay títulos que
disparan automáticamente un reproductor musical en mi mente, como si alguien
seleccionara en una jukebox (si digo
su nombre en español es posible que nadie sepa de qué estoy hablando: una
sinfonola) una melodía de esas llamadas imperecederas:
“Moon river, wider than a mile,
I’m crossing you in style some day.
Oh, dream maker, you heart breaker,
Wherever you’re goin’, I’m goin’ your way.”
Y a partir de ahí, la historia de la película transcurre ante mis ojos
con una mezcla de ternura, tristeza, nostalgia… y un poquito de edulcorante,
para qué negarlo. Por ello, no voy a llevar la contraria a quienes no la tienen
en gran estima. Pero también creo que es justo que reconozcan que la presencia
de una delicadísima Audrey Hepburn no hace sino realzar los valores
cinematográficos –que sin duda tiene- de este clásico de los años sesenta, en
la que fue la interpretación que la consagró como la reina del glamour.
Dentro de este glamour que
caracteriza a todo el film, no podemos dejar de mencionar el vestuario, que le
debemos a Hubert de Givenchy, el célebre modisto francés que vistió a famosas
mujeres y grandes estrellas del cine, entre ellas a Audrey Hepburn en esta
película, así como en Una cara con ángel (1958),
por la que obtuvo una nominación a los Óscar. Los trajes que diseñó para la
actriz (y amiga suya) tuvieron y tienen aún gran influencia en un gran número
de diseñadores.
Sin duda, la banda sonora de Desayuno con diamantes, y en particular
la interpretación que del tema principal hace Audrey Hepburn tocando la
guitarra sentada en la escalera de incendios una bonita mañana del otoño
neoyorquino, son dos momentos estelares de la historia del cine. En el curso
pasado cerramos el ciclo de películas con otra banda sonora inolvidable
compuesta por el maestro Ennio Morricone para Cinéma Paradiso; como si un hilo invisible las uniera, iniciamos el
de este año con otra película cuya banda sonora es absolutamente imprescindible
y reconocible por todo el mundo. No en vano, Moon River (cuya letra debemos a Johnny Mercer) fue seleccionada
por el American Film Institute en
2004 como la cuarta canción más memorable de la historia del cine. Por ella, y
por la banda sonora de todo el film, Henry Mancini ganó dos premios Óscar en
1961, además de dos premios Grammy en 1962.
Éste
fue el título elegido para iniciar una nueva temporada del cine-club del IES
Rodrigo Caro, en respuesta a la demanda de alguna alumna a finales del ciclo
anterior. Y con él nos acercamos al universo femenino, tan presente en la inspiración
de tantos grandes títulos en la historia del cine como poco reconocible en
muchos de ellos.
Decíamos
al principio que se trata de una comedia romántica, pero tampoco estaría mal
considerarla una comedia dramática, si nos atenemos a la historia que subyace
bajo esa apariencia de frivolidad y enamoramiento dificultoso lleno de tramas
destinadas a concluir en el típico happy
end. Sin duda, la novela de Truman Capote en la que se inspira (Breakfast at Tiffany’s) explicita mucho
más las circunstancia que envuelven al misterioso personaje de Holly Goligthly,
pero la censura americana y, sobre todo, el sentido comercial que Edwards da a
sus películas, siempre más cercanas a la comedia que al drama, hicieron que los
detalles escabrosos del original se obviaran. Así, Holly se gana la vida
ejerciendo el oficio de escort (¡y ya
van tres anglicismos en esta reseña!), o lo que es lo mismo, aunque suene más
prosaico en español, de prostituta. Tras una difícil infancia y un matrimonio
por pura supervivencia, exento de amor, Holly recala en Nueva York, donde lleva
una vida mundana, extravagante y desordenada, buscando una oportunidad para ser
artista o a la espera de encontrar la felicidad con un marido rico que la haga
olvidar un pasado que pese a todo la persigue. Pero, además, el personaje
original es abiertamente bisexual, lo que la haría un personaje muy interesante
en el panorama cultural actual, pero que iba mal con la imagen angelical de
Audrey Hepburn a principios de la década de los sesenta. Y por supuesto, se
evita cualquier alusión a un aborto anterior y a su afición a fumar marihuana
(aunque casi al final de la historia, en el momento de su detención por la
policía, se hace una alusión de pasada a la posibilidad de que hubiera droga en
su apartamento), limitándose a teñir al personaje de un cierto tono gris por su
afición al alcohol. Está claro que nuestro admirado Truman Capote tenía un
espíritu torturado del que dotaba a sus personajes (los reales de A sangre fría y los ficticios, como los
de la novela que nos ocupa).
Holly
encuentra a un joven y atractivo escritor de poco éxito que se instala en su
mismo edificio, y a partir de ahí entablan una relación ambigua, entre la
amistad (porque hay muy poco en común entre ellos, al margen del evidente
atractivo físico) y el enamoramiento en el que se mezclan atracción y ganas de
ayudarse. Para evidenciar ese afecto amistoso que siente por él, Holly, en uno
de sus habituales gestos extravagantes, decide llamarlo como a su hermano:
Fred, aunque el chico se llama Paul. Como en toda comedia romántica, nada hace
pensar que esa relación pueda llegar a algo más profundo, pero ya sabemos cómo
es el cine: de crisis en crisis, de dificultad en dificultad, de vivencia en
vivencia, los personajes de Holly y Paul Varjak (un guapísimo George Peppard de
32 años, uno más que Hepburn) van acercándose más allá de la compañía y la
ayuda mutua que se dan. La belleza de ambos se complementa con la nobleza de
sus caracteres, la inocencia que los hace intocables ante las vilezas del mundo
en el que viven y del que, por otro lado, no quieren salir. De hecho, la
despreocupada Holly se presta a un curioso servicio de transmisora de
información codificada entre un conocido mafioso encarcelado en Sing Sing y sus
secuaces en el exterior, servicio por el que recibe una remuneración que a ella
le parece desinteresada porque no sabe cuál es su función en esa red delictiva
y que la llevará ante la justicia en la última parte de la película.
La vida en
Nueva York es difícil, pero merece la pena (y las penas son muchas) afrontarla,
aunque para ello Holly deba ofrecerse a “caballeros” de alto nivel social, a la
caza de un hombre rico que quiera casarse con ella, lo cual cree conseguir por
fin con el político José da Silva Pereira (personaje encarnado por el
aristócrata español y playboy
internacional José Luis de Vilallonga): éste la desposará y la llevará a Brasil
para empezar una nueva vida feliz. O que Paul Varjak acepte vivir como un
mantenido por una rica amante, casada, que le pone en contacto con el mundo de
las editoriales, donde espera publicar y continuar su incipiente carrera
literaria en la que sólo hay un libro editado hasta ese momento. Esas son las
dificultades de sus vidas, que ellos mismos reconocen como una farsa: una
realidad grosera y hostil en la que los bellos momentos de calma y dicha son
escasos, y Tiffany’s es uno de esos raros lugares donde se pueden encontrar.
Por eso Holly suele acabar su jornada “laboral” a las seis de la mañana, en una
ciudad aún vacía antes de que sus calles se animen con el ir y venir de miles
de personas, cada una con sus preocupaciones, delante de los escaparates de la
joyería, deleitándose en la contemplación de unos diamantes que para ella
representan el mundo feliz donde querría vivir, con un desayuno en la mano,
adquirido en algún lugar abierto. Los diamantes, símbolo de la belleza, la
serenidad y la seguridad ante el tiempo que no se detiene, de los anhelos de
una joven que ha tenido una infancia difícil.
La
desordenada vida de la mundana Holly, en la que Paul intenta poner un relativo
orden, nos lleva a conocer la historia real del personaje, esa que quiere
olvidar a base de ignorarla, pero que la obstinada realidad acaba poniéndole
delante de sus narices, y con ello la deja al descubierto ante su entorno. Su
verdadero nombre es Lula Mae Barnes, originaria de Texas. Allí se casó siendo
una adolescente (¡14 años!) con Doc Goligthly, quien aún se cree su marido pese
a que lo abandonó un día para huir de esa vida y perseguir un sueño. El buen
hombre había comprendido que aquella niña no estaba enamorada de él, por lo que
la dejó marchar y no le guardó ningún rencor. Y con ese buen ánimo se planta en
Nueva York a buscarla para que regrese y se encargue de su hermano Fred (que va
a terminar su servicio militar), de sus cuatro hijos (de un matrimonio anterior
y para los que buscaba una madre cuando se casó con ella) y de él mismo. Para
Holly, la opción de regresar a Texas es impensable, pero sabe que su hermano
(que padece una discapacidad intelectual) necesita su ayuda y asume esa
responsabilidad. Desde ese momento la necesidad de casarse con un hombre rico
se hace perentoria.
Cuando todo
parece ir bien con José da Silva Pereira llega la triste noticia del
fallecimiento de su hermano durante unos ejercicios militares (¡la vida,
siempre la puñetera vida!), el único ser al que Holly se siente unida. Con
ello, la vida de Holly da un brusco cambio y la obliga a enfrentarse a la nueva
realidad de una existencia que ya todos conocen. Las dificultades se acumulan,
pero como en toda buena comedia romántica, esas mismas dificultades hacen que
los personajes se conozcan mejor y sean capaces de superarlas, justo en el
momento en el que parecía que todo se iba al garete.
Entretanto,
Paul, que se ha visto rechazado por Holly tras confesarle su amor, ha iniciado
una vida independiente tras su ruptura con su amante rica: ha cambiado de
domicilio y vive de sus publicaciones (incluso ha publicado y le han pagado un
breve relato en un periódico). Durante ese tiempo Holly se prepara para su
cambio de vida en Brasil, porque parece que la boda con el político portugués
es cosa hecha. Y cuando Paul va a despedirse de ella llega el nuevo revés: la
redada de la policía. Y como consecuencia de ello (o tal vez todo había sido
una farsa más) José da Silva da por roto su compromiso. Holly persiste en su
idea de abandonar Nueva York e iniciar una nueva vida en Brasil, pero eso ya no
será posible. ¿Quién está con ella en esos momentos? De nuevo Paul Varjak,
buscando la fianza para sacarla de la cárcel y yendo a buscarla, llevándole su
gato que aún no tiene nombre (porque nadie pertenece a nadie y nadie tiene
derechos sobre los demás, incluyendo el de dar un nombre, una relación
inestable como todo lo que en la vida de Holly aún no es definitivo),
llevándole su ropa...
La tormenta
precede a la calma, y las lágrimas del hundimiento personal anteceden al
encuentro realmente amoroso con el ser que es capaz de estar donde debe en el
peor momento, el único que la ha tratado con respeto, viendo en ella lo que
nadie quería ver; el único que es capaz de decirle las cosas que ella no quiere
oír; el único que la hace enfrentarse a la realidad sin fingimientos y con
valentía. Ya sin artificios, sin atrezzo,
sin imposturas, cuando sólo el amor puede rescatarlos del abismo, en ese
momento es cuando podemos tener en nuestras manos el mundo entero concentrado
en un callejón destartalado de Nueva York, con la lluvia mezclándose con las
lágrimas y corriendo torrencial por las mejillas (¿estoy escribiendo de Desayuno con diamantes o de Blade Runner?). Ella, Paul… y Gato.
Con esta
película Blake Edwards obtendría el primero de sus éxitos de crítica y público.
Tras ella, desarrolló una irregular y prolífica carrera tanto en cine como en
televisión, donde abundan las comedias (entre ellas la larga saga de la Pantera
Rosa), algunas de ellas sobresalientes, como El guateque (1968), pero muchas de ellas intrascendentes. En esa
línea de películas cómicas se combinan además los musicales como Victor Victoria (1982) y otras con
tintes eróticos, como 10, la mujer
perfecta (1979). Pero también le debemos dramas intensos y demoledores,
como la, a mi juicio excelente, Días de
vino y rosas (1962). Y en muchas de ellas contaría con la colaboración de
Henry Mancini, siempre con extraordinarios resultados.
Como
ya he dicho otras veces, una de las grandes riquezas del cine es su capacidad
de hacernos soñar, aunque eso nos aleje a veces de la realidad; pero la vida (y
el cine, ¿cómo no?) también es ilusión. Una ilusión por vivir vidas ajenas, por
conocer lugares lejanos y desconocidos, por tener experiencias que nos hagan
más felices y un poco mejores. Y al final de todo, cada uno de nosotros navega
por un río de amplias resonancias filosóficas y literarias. También
cinematográficas. Cada uno de nosotros seguimos nuestro propio y particular Moon River.
El
final de curso ya estaba cerca cuando tuvimos la última sesión de nuestro
Cine-club, y para ello elegimos una película deliciosa, todo un homenaje al
cine con la que queríamos dejar un buen sabor de boca para cerrar la
programación de un período complicado, pero del que humildemente creo que
podemos sentirnos orgullosos por cómo lo hemos superado: Cinema Paradiso.
Para los que
amamos el cine, es un regalo este film, todo un ejercicio de nostalgia de una
época (esa nostalgia que Alfredo aconseja a Totó dejar atrás para seguir su
camino en la vida), de una manera de ver cine, de unos espacios mágicos, de una
técnica, que ya no volverán. Tan sólo la “arqueología” podrá salvar el recuerdo
de esos cines hoy abandonados -si no demolidos-, de esas máquinas de proyección
convertidas en piezas de museo, o esas cintas de celuloide que en muchos casos
se perdieron devoradas por las llamas. Un tiempo épico para un arte lírico. Con
esta película, Tornatore, al mismo tiempo que rinde un homenaje al cine y sus
gentes, nos sumerge en un discurso metafílmico de sensibilidad melodramática.
Alguien podrá considerar excesivamente sentimental el tono, especialmente el
final, pero ¡qué bien sienta, al menos al que esto escribe, dejarse invadir por
las emociones de vez en cuando sin poner barreras al corazón! (Es justo la
frase sensiblera adecuada para ponerse al nivel del film).
Pero
vayamos ya a la película propiamente dicha. Su director, Giuseppe Tornatore,
venía del cine documental, y había rodado su primer largometraje (El profesor) el año anterior. Fue con
este segundo largometraje (rodado entre 1987 y 1988) con el que logró el
reconocimiento internacional y numerosos premios. Ninguno de sus títulos
posteriores ha obtenido la gran acogida que tuvo Cinema Paradiso tanto entre el público como entre la crítica
especializada.
Decíamos
más arriba que se trata de un ejercicio de nostalgia, pero también constituye
materia para la memoria. Memoria de la posguerra en una Italia destrozada tras
la Segunda Guerra Mundial, como podemos ver en algunas secuencias (como cuando
Totó y la madre van a cobrar la pensión tras confirmarse la muerte de su marido
en el frente de Rusia); memoria de la sociedad deprimida de aquellos años,
donde la opulencia de las formas de vida de algunos privilegiados (los que se
sientan en el anfiteatro, en el nivel superior, por contraste con los que
ocupan el patio de las sillas que los mismos vecinos deben acarrear a cada
sesión) constituye el contrapunto de las penalidades de la mayor parte de los
habitantes del pueblo; memoria de unos seres característicos que deambulan por
sus plazas sin nada especial que hacer, arquetipos que se encuentran en los
pueblos de todos los países: el cacique mafioso, el cura, el loco/tonto…
Partiendo del
momento en que la madre de Totó/Salvatore lo llama por teléfono para
comunicarle la muerte de Alfredo, el proyeccionista del cine con el que el niño
creció a falta de la figura de su padre, la película nos cuenta la vida de Totó,
que con los años se ha convertido en un director de cine famoso. Todo el largo flashback que ocupa la mayor parte del
metraje nos conducirá al presente, justo al momento en que Salvatore Di Vita
(nombre real de Totó) regresa al pueblo para asistir al entierro del amigo de su
infancia tras 30 años de ausencia.
Entre el niño
de seis años, huérfano de padre, y el proyeccionista del cine del pueblo se
había establecido una relación entrañable a partir de unos comienzos difíciles.
Ni la madre, viuda de la Segunda Guerra Mundial, ni el proyeccionista quieren
que Totó, un pequeño inquieto y espabilado, pase tantas horas en la cabina de
proyección del cine, en medio de máquinas y materiales que pueden ser
peligrosos. Pero el niño busca incesantemente la compañía de Alfredo, un poco
por huir del ambiente triste de la casa familiar y de su madre, un poco
buscando en Alfredo una figura que supla la ausencia del padre. Totó lo
aprenderá todo en el cine, a través de películas que después se han convertido
en clásicos: Los bajos fondos, Charlot, Árbritro, La Diligencia, La tierra
tiembla, El extraño caso del doctor Jekyll…. Ilustrativa la escena en que
Totó reconstruye diálogos de películas a partir de los fotogramas cortados por
Alfredo y que el niño se lleva a su casa. También con los reportajes de moda y los
noticiarios, donde tendrá la confirmación de la muerte de su padre en Rusia
(hasta ese momento se le consideraba desaparecido). Y hasta el amor, del que
los besos apasionados que el cura obliga a Alfredo a cortar, y que constituirán
un material impagable para Totó, son la materialización visible hurtada a unos
anhelantes espectadores.
Lo que empieza
siendo un pasatiempo acabará siendo una pasión. Al principio, Alfredo considera
a Totó un estorbo e intenta echarlo de la cabina siguiendo las indicaciones de
la madre, pero la permanente presencia del niño hará que lo acabe aceptando y
se quede a ver las películas con él. Además, poco a poco irá enseñándole la
técnica para operar el proyector, haciéndole consciente de la necesidad de
extremar el cuidado en medio de todo ese material inflamable. Desde ese
momento, Alfredo ya nos hace una exposición de los primeros tiempos del cine,
de cómo se operaba en la cabina con las películas; un tiempo con respecto al
cual las máquinas del momento son un enorme avance, que aún mejorará con las
películas no inflamables. Y sobre todo (importante para comprender un final entrañable
que no desvelaremos aquí para no hacer ningún spoiler), le explicará que las películas deben pasar la censura del
cura del pueblo, quien decidirá qué escenas deben ser cortadas del celuloide
por “atentar contra la moral” de una sociedad bajo la escrupulosa mirada de la
iglesia, omnipresente en ese tiempo; todas bajo un único principio: no mostrar
besos en la boca. Como dice el padre Adelfio más adelante: “yo no vengo a ver
pornografía”. Después, cuando el Cinema Paradiso se llene de público en cada
proyección, todo un muestrario de los habitantes arquetípicos del pueblo, éste
abucheará -magnífico tribunal popular- el trabajo de la tijera, que los priva
de las escenas más esperadas y tórridas, una práctica habitual en la Italia de
los años 50, como también lo fue en España hasta los años 70.
La sala del
cine es el escenario donde se desarrolla la vida real. En ella evolucionan los
personajes más característicos del pueblo, y se producen situaciones y
reacciones que muestran cómo era la Italia de la posguerra: el amor y el sexo
(los enamoramientos y los alivios de los jóvenes, o el ejercicio de la
prostitución), la lucha de clases (el burgués que escupe con desprecio a los
“de abajo” y la reacción posterior de estos), la política (con alusiones
expresas al Partido Comunista Italiano), la mafia (en Sicilia no puede faltar
un mafioso -y sus secuaces-, asesinado mientras se proyecta un tiroteo en una
escena de En Nombre de la Ley), la
religión… y los ”efectos” que produjo la dialéctica entre ambas; la cultura, la
situación económica (y su consecuencia, la emigración)… Vida y cine comparten
un tiempo y un espacio, y para que esa experiencia llegue a un mayor número de
vecinos, Alfredo sugerirá a Totó proyectar el gran éxito del momento al que no
todos los habitantes han podido entrar (I
pompieri di Viggiú) en una gran pared de la plaza, lo que será causa de la
desgracia de Alfredo.
La sala de
cine también verá pasar el tiempo, y sufrirá accidentes. Ello será motivo para
que Totó se convierta definitivamente en parte de la vida de Alfredo. Tras
salvarlo del incendio que prácticamente destroza el Cinema Paradiso y en el que
Alfredo pierde la vista, Totó será el único capacitado para encargarse de las
proyecciones que recomenzarán gracias a la iniciativa de uno de los vecinos
(Spaccafico), que invertirá parte de las ganancias obtenidas con la quiniela en
su reconstrucción y se convertirá en el propietario del Nuovo Cinema Paradiso
(título original del film): hay cosas que cambian, pero la esencia del cine
permanece. Entre los cambios más significativos está que Totó ya no cortará las
escenas de besos o incluso más atrevidas: Brigitte Bardot podrá ser vista en
todo su esplendor en Y Dios creó a la
mujer; yRaf Vallonepodrá descubrir lascivamente la espalda
de Silvana Mangano y recorrerla con un largo y apasionado beso en Anna tras la sensual interpretación que
ésta última hace de El Bayón.En esos años, la función social del cine
sigue siendo la misma, y el espacio sigue siendo un lugar de encuentro, de
convivencia. La capacidad limitada para satisfacer la demanda del público
llevará a Spaccafico, ahora empresario, a buscar una solución para poder
proyectar el gran melodrama del momento, Cadenas
invisibles, de la que algún espectador, entre lágrimas –como todos- es
capaz de repetir los diálogos de memoria; y con la llegada del verano, el
traslado del cine al lado del puerto para ver Ulises, tal vez premonitorio del porvenir de Totó. Como decíamos al
principio, todo un curso de cine. Los multicines de nuestros días no llenan ni
de lejos el vacío que han dejado aquellos templos de la imagen, con sus
correspondientes divinidades. Y los espectadores de hoy carecen del sentido de
rito y celebración que tenían aquellos adeptos, inocentes participantes en un
acto mágico y por ello sagrado.
Esta película
tuvo una primera acogida tibia entre el público, lo que fue motivo para que el
metraje original de 155 minutos se redujera a 123 ante su lanzamiento mundial,
que es la versión que nosotros hemos “proyectado”. (“Proyectar” es lo que
hacían Alfredo y Totó en la cabina del cine, con una salida del haz de luz a
través de la boca de una exótica y decadente cabeza de león; la tecnología nos
permite hoy, si los ordenadores y cañones de proyección no “se oponen”,
transportar un pequeño disco de plástico que contiene unas imágenes
digitalizadas e insertarlo en un lector de esos discos. Pese a ello, nuestra
memoria inconsciente nos lleva a utilizar ese verbo). Posteriormente, Tornatore
hizo un nuevo montaje que se fue hasta los 173 minutos. Debido a ese
acortamiento, es fácilmente detectable la descompensación entre la primera
parte de la película y la segunda. Pasada la infancia de Totó, donde ocurren la
mayor parte de los acontecimientos trascendentales para el devenir de los
personajes, la juventud y su entrada en la madurez son abordadas con prisa, con
unas pinceladas que nos llevan rápidamente a la vida adulta de Salvatore. Su
primer amor de juventud, Elena (la hija de un banquero), en su época de
estudiante, con la que hace sus primeros intentos tras la cámara (además de un
acercamiento al cine documental con escenas de la vida cotidiana), no tendrá
continuidad al incorporarse al servicio militar. En esos momentos, Alfredo ejercerá
de consejero, compendio de frases de películas como manual de vida.
Como si
asistiéramos al regreso a Ítaca de Ulises, un paralelismo que subraya la escena
del perro en la plaza desierta (su Argos particular), único ser vivo que acude
a recibir a Totó al terminar el servicio militar (historias de otro tiempo para
los millennials), en el tiempo
transcurrido todo ha cambiado, según le dice un Alfredo desilusionado y
abatido. Su estancia en Giancaldo será breve, siguiendo el consejo de Alfredo,
que lo anima a dejar atrás todo ese mundo y no mirar atrás si quiere sentirse
libre de límites y ataduras para seguir un destino que lo conducirá al triunfo
que se merece. Totó le hará caso y se irá, dejando atrás a su familia y a su
amigo, con la intención de no volver nunca. Hasta que recibe la llamada de su
madre, y siente la necesidad de volver tras 30 años de ausencia, ahora
convertido en un director de cine de prestigio, una figura ilustre para sus
vecinos, los mismos que lo vieron de niño y lo ven ahora convertido en una
celebridad a la que miran con respeto, mientras él los va reconociendo. El
mismo día del entierro de Alfredo, juntos, asistirán compungidos a la voladura
(no podía ser más violenta la demolición) del cine para ser convertido en un
aparcamiento, triste final semejante al que han sufrido miles de salas en todo
el mundo, como podemos apreciar en la magnífica investigación fotográfica sobre
salas de cine realizada por Simon Edelstein, “Cines abandonados en el mundo” (Editorial Jonglez, 2020). Éste es
el principio del final: una despedida del amigo que ya no está, una sucesión de
encuentros (entre ellos con la viuda de Alfredo, que le entregará como regalo
póstumo un montaje elaborado por su marido con los cortes de las películas
censuradas) y descubrimientos, que acabarán en uno de los finales más
inolvidables y emocionantes de la historia del cine, síntesis de un arte en el
que todo se puede imaginar, pero en el que nada puede sustituir a lo que debe
ser visto porque su creador así lo decidió.
Imposible
cerrar esta reseña sin hacer una alusión al tema musical que resuena en mi
cabeza durante el tiempo que dedico a escribir estas líneas, como seguro estoy de
que lo hace en las cabezas de los que las leen tras haber visto la película. Si
bien la música de la película fue compuesta por Ennio Morricone, el tema musical
al que me refiero (“tema d’amore”)
fue compuesto por su hija Andrea mientras aún estudiaba en el conservatorio.
Ambos se hicieron con un BAFTA y un David de Donatello a la mejor banda sonora
musical, y es una de las más reconocidas y aclamadas mundialmente. Además de
por la banda sonora musical, Cinema
Paradiso también recibió numerosos premios internacionales por el guion y
la dirección, el montaje, el maquillaje, el vestuario, la fotografía y la
espléndida interpretación de Philippe Noiret como Alfredo, que es capaz de
crear una complicidad con Salvatore Cascio (el Totó niño) llena de matices y
ternura, como por ejemplo en el examen que ambos deben superar en el colegio.
Recibió el Gran Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y del
Festival de Cine Europeo, además del Globo de Oro a la mejor película
extranjera y el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1989. Toda una
cosecha para una película que el paso del tiempo no ha hecho más que mejorar, siendo
reconocido como uno de los grandes títulos del cine moderno, un clásico que no
nos puede dejar indiferentes. Un ejemplo de que el buen cine no tiene por qué
estar alejado del público, y que las grandes historias nos siguen emocionando
porque todos nos dejamos seducir ante las profundas emociones del alma. Y eso,
ni más ni menos, es el cine.
Un
curso acababa, pero, como dice la canción de Luis Eduardo Aute: “Más cine, por
favor/ que toda la vida es cine / que toda la vida es cine / y los sueños, cine
son”: Por eso, el nuevo curso nos traerá más cine para seguir soñando.