El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

jueves, 13 de octubre de 2022

Cineclub del Rodrigo Caro: Volver de Pedro Almodovar (2006)

 



 por María Jesús Morón

Nadie podrá negar que Almodóvar tenga una estética propia, un sello único que hace reconocible para todo aficionado al séptimo arte su cine. Universal, nos guste o no.

 Con Pedro Almodóvar te puede pasar o bien que ames sus películas o que no sepas por dónde cogerlas. O bien te puede ocurrir como a mí, que amo algunas de sus películas y hay otras que formarían parte de mi infierno particular si el infierno existiese y fuera una sala de cine en la que te proyectaran películas malas por toda la eternidad.

 Volver es una de las que amo. Amo la estética, la presencia de las actrices, cómo están dirigidas, los diálogos y la elección de la música y su banda sonora original.

Desde la belleza del estampado de la falda de Penélope Cruz, las manos recogidas en el regazo de la gran Blanca Portillo, hasta las flatulencias de la madre, la señora Carmen Maura, recuperada por Almodóvar con esta película para su universo, me parecen perfectas y que no sobra nada.

 Volver es una película de mujeres, y no solo para mujeres, que retrata historias de mujeres normales dentro del contexto social y económico que la película refleja.

Por supuesto, a casi nadie le ocurre (a la vez) lo que a estas mujeres en la historia, pero se distingue de otros entornos en los que Almodóvar ha situado a sus personajes femeninos en otras ocasiones, dentro del mundo del espectáculo y con mayor poder adquisitivo, como en La flor de mi secreto o Todo sobre mi madre.

 La historia gira en torno a Raimunda, personaje magistralmente interpretado por Penélope Cruz. La película retrata las diferentes vicisitudes acontecidas a su hija, su hermana, su madre, los vecinos del pueblo y el bar que regenta un amigo y del que ella se apropia a raíz de un acontecimiento imprevisto.

 Esta mujer es el eje sobre el que giran varias tramas en la película, que podemos resumir en tres: la parte más personal, en la que tenemos la relación con su marido e hija; la familiar, en la relación que mantiene con su hermana y con los vecinos del pueblo  (que en un pueblo son como familia) y la parte laboral, en la que vemos a una mujer que se pasa el día trabajando fuera y dentro de casa y que además, le quedan fuerzas para llevar un bar para delante.

 


 Quizás no sea necesario, ya que tras las películas de Almodóvar hay grandes campañas de promoción, pero vamos a dar algunos datos sobre la misma.

 Película de 2006, escrita y dirigida por Pedro Almodóvar y también producida por su productora El Deseo. Rodada en las comunidades de Castilla- La Mancha (de donde es oriundo Almodóvar, como todo el mundo sabe) y Madrid. El estreno mundial de la película tuvo lugar en Puerto Llano (Ciudad Real).

 El reparto es mayoritariamente femenino, encabezado por Penélope Cruz, acompañada por Lola Dueñas, Blanca Portillo, Yohana Cobos, Chus Lampreave y Carmen Maura.

 Como casi siempre, las interpretaciones de “sus” actrices han sido reconocidas tanto nacional como internacionalmente y la película obtuvo numerosos premios y nominaciones.

Un inciso antes de enumerar esos premios.

Digo “sus” actrices porque realmente es así. Incluso en la película más mala de Almodóvar (a la última de ellas me remito, Madres paralelas, que no recomiendo a nadie) las actrices están excelentemente dirigidas y hacen un trabajo extraordinario. Otra cosa es que la trama de la película no se sostenga.

 Como decía, gran cantidad de premios han reconocido a esta película y al trabajo de las actrices. Volver ha sido galardonada como mejor película en los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, en los Premios Cóndor de Plata y en los Premios Goya. En los Premios del Cine Europeo y en el Festival de Valdivia obtuvo el Premio del Público a la mejor película.

 En cuanto a las actrices, Penélope Cruz ha conseguido el premio a la mejor actriz en los Premios del Cine Europeo, en los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos, en los Premios Goya y en el Hollywood Film Festival.

También Alberto Iglesias (compositor de la banda sonora original), José Luis Alcaine (director de fotografía), Carmen Maura y Pedro Almodóvar  han sido galardonados a título individual.

 Pero lo más destacable sea quizás el premio logrado de forma colectiva para las seis actrices de la película en la categoría de Mejor Interpretación Femenina otorgado en el Festival de Cannes, lo cual nos indica lo complicado que resulta decidir cuál de las actrices realiza una mejor interpretación en Volver.

  

Como anécdota ocurrida en este Festival de Cannes comentaba Blanca Portillo en una entrevista que, en la cena de la noche anterior a la entrega de premios, una persona de la organización del festival no le dejaba sentarse a la mesa con sus compañeras nominadas porque al tener pelo no la reconoció como el personaje de Agustina que interpreta en la película. Todo se resolvió gracias a la mujer de Samuel L. Jackson que la reconoció y le dijo a la organización: She is Agustina!!

 Reflexionando tras el visionado de la película te das cuenta de que el cine de Almodóvar, al menos en Volver, es atemporal. No hay indicios que nos indiquen en qué época política o social se está desarrollando la historia. Creo que se debe a que los personajes son de pueblo, parte de sus vidas transcurre en ellos y en los pueblos el tiempo no pasa. Las historias son eternas, nunca acaban, pasan de padres a hijos, mejor dicho en este caso, de madres a hijas.

 Quizás la única concesión a la sociedad actual se observa cuando Agustina (Blanca Portillo) acude a un programa de televisión a contar su historia, a vender su intimidad, su alma. Imposible no sentir lástima por Agustina, tan buena persona, tan vulnerable, sentada en la silla del plató siendo carne para un público ávido de carnaza. Pedro Almodóvar ha dicho en repetidas ocasiones  que él no ve televisión y esta me parece una buena forma de ser crítico con lo que puede llegar a vender la televisión.

Almodóvar crea tres escenarios distintos en la película bien diferenciados. Por un lado está la casa de Raimunda (Penélope Cruz), donde se plantean los problemas del día a día: las relaciones personales entre los tres miembros de la familia (madre, padre e hija), los problemas laborales (el marido se queda en paro), llegar a fin de mes, tener más de un trabajo, etc.

Luego está la casa de Sole (Lola Dueñas), la hermana de Raimunda que vive y parece estar sola (no sé si por eso Almodóvar la llamó Soledad, habría que preguntarle) y en la que tiene una peluquería. En este escenario se desarrollan las partes cómicas de la película, sobre todo a raíz de la aparición del “fantasma” de la madre que hay que ocultar a los demás.

Por último está el pueblo, donde el tiempo no cura las heridas porque, como he comentado antes, el tiempo no transcurre en los pueblos.

 En cuanto a los personajes, Almodóvar cuenta que las mujeres de la película cometen actos moralmente deleznables pero que como escritor las redime porque quiere creer en la justicia humana y salvarlas así de otros tipos de juicios menos humanos.

 Por último destacar de esta película al escritor de la misma, Pedro Almodóvar. Escribir una historia en la que hay incestos, violaciones, asesinatos, talk shows, cadáveres en arcones, apariciones de fantasmas, el play back de un tango y que nos la tomemos en serio, tiene todos mis respetos.

 

 

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martes, 13 de septiembre de 2022

Cineclub del Rodrigo Caro: ¿Qué fue de Baby Jane? de Robert Aldrich (1962)

 

por Juan Gabriel Martínez

En mayo de este año tuvimos la última sesión de este curso de nuestro cine-club, un nuevo título mítico del cine americano, de un director del que aún no habíamos incluido ninguna de sus películas en nuestra programación, Robert Aldrich, un director difícil para el establishment de Hollywood por su particular tratamiento de la violencia y por el desgarro de algunas de sus películas, entre las que ésta de la que nos ocupamos hoy ocupa un lugar destacado. Y con ella culminamos la serie de títulos elegida para este curso. En todos ellos las mujeres han tenido un papel determinante, desde las diferentes ópticas con las que han sido tratadas en cada una de las películas. En este caso, se trata, además de un tremendo y magistral duelo interpretativo entre dos grandes actrices, un enfrentamiento que iba más allá de la pantalla, y que las protagonistas confirmaron posteriormente. Bette Davis y Joan Crawford nos muestran una enfermiza relación entre dos hermanas condenadas a convivir para purgar sus culpas y nos sumergen en un universo opresivo en el que no entenderemos plenamente qué ocurre y por qué ocurre hasta el final, en un magistral giro de guion.

En una época como la actual, en que tanto en series como en películas (y hasta en la literatura contemporánea se aprecia esta técnica) abundan las historias desestructuradas, la multiplicidad de tiempos y perspectivas, en una narración alambicada que por momentos llega a hacerse incomprensible para el espectador (quien abandona a veces su trabajo de “reconstructor” y se abandona a la ulterior explicación del guionista y del director, sea ésta la que fuera y dándola por válida), ver esta película de otros tiempos (¡y los años 60 son ya tiempos rompedores en muchos aspectos!) te hace disfrutar de una narración lineal y heterodiegética, en la que el relato está contado de forma verosímil desde un punto de vista externo a los personajes (el del director), sin intervenir en la presentación de los hechos. Y esa linealidad no resta un ápice a la tensión dramática de la historia, sin desvelarnos ninguna clave que nos permita arrojar una luz sobre el por qué de la situación anómala que viven esas dos hermanas. El misterio que rodea sus vidas permanece en esa oscuridad –por otro lado dominante a lo largo de casi todo el filme en los escenarios del interior de la casa en la que viven, moviéndonos en todo momento en la duda de si estamos ante una drama psicológico o una película de terror (o tal vez ambas cosas no estén tan alejadas de la realidad)- de un pasado en el que está su justificación. Sin ese misterio, la película no dejaría de ser una más de las que nos cuentan dramas familiares y crisis personales de viejas glorias de cualquier disciplina, y no voy a negar méritos a algunos de esos títulos, como, sin ir más lejos, la espléndida “El crepúsculo de los dioses” (1952) de Billy Wilder. Ese misterio es el que caracteriza a las historias de policías, de seria negra, y hasta a las de aventuras. Pero como decía al principio, la fragmentación de las secuencias y puntos de vista homodiegéticos se han hecho demasiado recurrentes, siendo un recurso del que se abusa y que a menudo recubre con complejidades formales lo que a la historia le falta de sustancia.

En la película que nos ocupa, Robert Aldrich y Lukas Heller, su guionista (otro judío de origen alemán más que tuvo que abandonar la Alemania del Tercer Reich, de la que huyó su familia, y que acabó aportando su talento al cine americano), con el que también colaboró en “Doce del Patíbulo” (1967) y “Comando en el mar de China” (1970), nos cuentan, a partir de la novela del mismo título de Henry Farrell, la historia de una venganza, pero ¿de quién contra quién? Ahí está el misterio al que el título en forma de interrogación no hace sino aportar más oscuridad.

Partiendo de los años en que las dos eran unas niñas, vemos a Jane triunfar en los escenarios de todo el país y vendiendo muñecas que son una réplica de la joven estrella, mimada por el padre y aclamada por el público. Entre tanto, Blanche recibe palabras de consuelo de su madre, al tiempo que la aconseja que cuide a su hermana si la situación se invierte en el futuro. Los años pasan rápidamente para presentarnos a las dos hermanas ya adultas; pero, cosas de la vida, Blanche ha alcanzado la fama en el cine, en tanto que su hermana Jane ha perdido el cariño del público (¡lástima esos niños artistas prodigio, víctimas de la sociedad y de sus familias) y el interés de los productores. Siguiendo los consejos que le dio su madre, Blanche establece en sus contratos una claúsula por la que su hermana debe rodar una película por cada una que ella haga, para desesperación de guionistas y directores y pese a sus reticencias, ya que no encuentran ninguna calidad en esta antigua niña prodigio.

Pese a esa magnanimidad, los celos que siente Jane hacia su hermana triunfadora se siguen interponiendo entre ellas. Es en esa época cuando, en una noche a la vuelta de una fiesta, se produce un sospechoso accidente de tráfico con el nuevo coche de Blanche, en el que ésta resultó gravemente herida y que la dejó paralítica. Del accidente se hizo responsable a Jane, ya en un lamentable estado por culpa de su afición desmedida al alcohol, quien abandonó a su hermana en la entrada de su casa y, en plena borrachera, se fue a un hotel, donde fue encontrada al día siguiente.



Han bastado unos minutos de las más de dos horas del metraje para que director y guionista nos sitúen en la vejez de ambas. Siguen viviendo juntas desde aquella noche, tras la que Jane asumió la responsabilidad de cuidar a su hermana, sintiéndose en deuda con ella y responsable de su situación actual. Pero a cambio, la somete a humillaciones constantes y le impide llevar una vida social normal, inmersa en el ambiente lóbrego, claustrofóbico de la mansión donde viven las dos, y a la que sólo viene algunos días una asistenta que se ocupa de la casa y de cuidar a Blanche, postrada en una silla de ruedas, recluida en el piso superior de la mansión. Su situación económica es preocupante, y se limitan a vivir del patrimonio acumulado en los años de estrellato de Blanche antes de su accidente. Las necesidades apremian y el estado mental de Jane es cada vez más preocupante, por lo que Elvira, la asistenta, recomienda a Blanche que ponga en venta la mansión e ingrese a su hermana en un sanatorio. Blanche no se atreve a tratar el tema con su hermana, y tardaremos poco en ver que no le faltan razones.

Por su parte, Jane, refugiada en el alcohol y asumiendo un destino que la ha mantenido al lado de su hermana (¿por falta de recursos propios, por una carrera artística acabada demasiado pronto, por compasión por su hermana impedida, por amor-odio, por celos, por sentimiento de culpa? ¿O por todo ello?), aún rememora su niñez triunfante en los escenarios de todo el país y abriga la esperanza de recuperar esa gloria. En uno de los momentos más terribles de la película, veremos a Jane (Bette Davis) maquillándose ante el espejo como Baby Jane, con los mismos tirabuzones rubios, luciendo el mismo modelo de vestido con el que triunfó, intentando recuperar aquella imagen que para ella está asociada a la felicidad, la de la muñeca que aún ocupa un lugar en su habitación. Un placer infantil que la vida le arrebató, incluso en el terreno sentimental, ya que tampoco los hombres le correspondieron. Pero ella cree que aún puede llegarle una nueva oportunidad y para ello contacta con un músico con el que pretende iniciar una nueva gira, un tipo sin escrúpulos convertido en un estafador, interpretado por Víctor Buono, uno de esos secundarios imprescindibles y que obtuvo una nominación al mejor actor de reparto en los premios Óscar de ese año por su interpretación en esta película. Si hubiera que ilustrar con una imagen el esperpento de nuestro gran Valle-Inclán, no me cabe la menor duda que las secuencias de Bette Davis ante el espejo que le devuelve la imagen de lo que es más una máscara que un rostro, intentando recuperar su infancia, y posteriormente cantando “Le escribí una carta a papá” (la repulsiva y almibarada canción con la que triunfaba en los escenarios), serían un exponente antológico, aunque también nos acerque al terror que nos inspiran las viejas muñecas de porcelana.

A lo largo del filme vamos viendo cómo se va deteriorando la salud mental de Jane, cada vez más celosa de su hermana, alcoholizada hasta el extremo de ir perdiendo el control de sí misma, lo que lleva a Blanche a pedir a los repartidores que no le lleven más botellas de alcohol a la casa. Esta locura la lleva a torturar a su hermana, sirviéndole en el plato a la hora de la cena el cadáver de su pájaro, o una rata muerta, haciéndole pasar hambre por no darle ningún otro alimento; o golpeándola cuando Blanche intenta telefonear a un doctor para que venga a ver a Jane. E incluso llegará a matar a Elvira cuando, tras comunicarle que está despedida, ésta quiere despedirse de su hermana y la encuentra atada en la cama de su cuarto. La situación se va haciendo cada vez más insostenible, hasta el extremo de que Blanche intentará desesperadamente huir. Finalmente, consigue llamar la atención de Edwin, el músico contratado por su hermana, que ha venido a cobrar su cheque por el acuerdo al que ha llegado con Jane, y también la ve atada, pero a él no lo matará Jane. Esto le permite salir e ir a avisar a la policía. Entonces Jane decide dejar la casa y se lleva a su hermana a la playa, donde hubiera querido vivir con Blanche, a quien arrastrará hasta la orilla, donde esperan la llegada del nuevo día, mientras Blanche agoniza. Allí transcurrirá la impresionante escena final, solas las dos hermanas, manteniendo una conversación que arrojará finalmente la luz que nos hará conocer lo que realmente ocurrió en aquella noche de hace 27 años.

La policía, avisada, encuentra a Jane en la playa y la sigue, mientras la gente se va concentrando a su alrededor atraídos por tan sorprendente escena. La cámara se elevará, y veremos cómo la policía deja a Jane rodeada de “su público” para ocuparse de Blanche, tendida en la arena.

Como decía al principio, esta película ocupa un lugar particular en la filmografía de Robert Aldrich. Discípulo de Joseph Losey, Aldrich imprimió a su cine un toque personal, que se caracteriza por el tratamiento de la violencia y las imágenes de gran crudeza visual, incluyendo el erotismo -como en “Sodoma y Gomorra” (1962)-, lo que le valió algún despido. Sin duda, “¿Qué fue de Baby Jane?” es la película con la que Aldrich tuvo mayor reconocimiento, tanto de crítica como de público, pero no la única que un buen amante del cine debe ver; también son imprescindibles el western “Vera Cruz” (1954) o el thriller “El beso mortal” (1955). Aunque de las cinco nominaciones que tuvo a los premios Óscar por “¿Qué fue de Baby Jane?”, ninguna fue al de mejor director. De ellas, sólo el vestuario alcanzó la estatuilla. Y sin embargo, esta película merece un lugar destacado entre los clásicos del cine, como demuestra que haya sido considerada “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su preservación en el National Film Registry; y especialmente por las dos actrices principales (aunque sólo Bette Davis fue nominada al Óscar a la mejor actriz). La malas lenguas de Hollywood, y especialmente la prensa, se hicieron eco de la difícil relación entre ambas –y la exageraron con fines publicitarios- , glorias del cine de los años 30, 40 y 50, y que en 1962 no vivían sus mejores tiempos, porque ya se sabe que “Hollywood no es país para viejas” (aunque eso no sólo pasa allí, como bien pueden confirmar numerosas actrices de todo el mundo). De esa circunstancia ha surgido la primera temporada de la serie Feud, titulada Bette and Joan (2017), en la que dos actrices de la talla de Susan Sarandon y Jessica Lange encarnan a Davis y Crawford respectivamente, en situaciones vitales y profesionales similares a las que aquellas vivieron.



Sin duda, una película que no puede dejar indiferente a nadie, a veces por la incomodidad que nos produce, rayana en la repulsión (y en eso Bette Davis era una artista); a veces por el morboso deleite que nos depara ver el talento de aquellas dos grandes actrices, porque sabemos que estaban luchando por demostrar que el cine no se podía olvidar de ellas; porque aquello era algo más que una película. Era una balsa en la que debían colaborar para salvarse del naufragio, del olvido. Y Robert Aldrich supo estar allí para, capitaneando este proyecto casi imposible, ayudarlas a llegar a buen puerto: hasta el lugar que ocupan hoy en nuestro corazón y un nuestra memoria de amantes del cine. Una obra llena de pasión y de humanidad en ese lugar, la Meca del Cine, donde no parecía que hubiera sitio para los sentimientos.

 

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domingo, 21 de agosto de 2022

Cineclub del Rodrigo Caro: Thelma & Louise (1991) de Ridley Scott

 



por Juan Gabriel Martínez

Los incondicionales de nuestro cineclub volvimos a citarnos en abril para ver una de esas películas que no dejan indiferente a nadie. De hecho, las sensaciones e impresiones que nos dejó al terminar dejaron bien a las claras la muy diferente recepción que este largometraje de Ridley Scott tuvo entre nosotros. Algo de eso mismo viví en el año de su estreno cuando, hablando con mis amigos, grandes admiradores de la obra del cineasta británico -especialmente de Los duelistas (1977) o Blade Runner (1982)- , llegaron a afirmar, totalmente convencidos, que se trataba de su peor película.

Yo confieso que me gustó entonces y me sigue gustando ahora, más de treinta años después. Tal vez no sea la película que me deja atrapado, que me seduce en cada una de sus secuencias y que vería una y otra vez en la versión “original”, la “ampliada”, la “del director” y cuantos montajes posteriores sean capaces de hacer las productoras, pero reconozco que me conmueve y disfruto a partes iguales con el tema que nos plantea y su tratamiento en forma de road movie, con lo que eso supone de aventura.

                No pretendo encontrar una justificación para rebatir el rechazo que esta película produce, entre otras cosas porque las causas del mismo pueden ser tantas como críticas negativas tiene. Por el contrario, creo que es un ejemplo más de la amplia y heterogénea filmografía del director. A lo largo de sus más de cincuenta años de carrera, Ridley Scott nos ha ofrecido 27 películas como director, además de cortometrajes, documentales, anuncios y series de televisión, alternando o simultaneando su labor como director con la de productor, de forma que la enumeración de toda su producción excede del formato de esta reseña. En esa carrera ha abordado todos los géneros, pero en los que más ha destacado es en el histórico -además de Los duelistas, su primer largometraje, al que ya he hecho referencia, no podemos olvidar su oscarizada Gladiator (2000)- y la ciencia ficción -con títulos como la mencionada Blade Runner o The Martian (2015)-. Y por supuesto, en esa larga lista de películas las hay que han recibido malas críticas por parte de los expertos, del público o de ambos. Pero lo que no falta en sus proyectos, lo que podría definirse como su sello personal, es la cuidada realización y su pretensión constante de envolver al espectador en una película en la que la ambientación, la música, el montaje, la fotografía, cobran una relevancia excepcional, de modo que todos los espectadores, hayamos salido del cine con una impresión más o menos favorable, seremos capaces de recordar secuencias que permanecerán para siempre grabadas en nuestras retinas y en nuestra memoria cinematográfica, y no sólo estoy hablando de la icónica imagen del final de Blade Runner (casi podemos citar de memoria el monólogo de despedida del replicante Roy Batty: “yo he visto cosas que vosotros no creeríais…”), película que ya tuvimos el placer de ver hace unos años en nuestro cine-club; también suena en nuestra mente la banda sonora de Gladiator, compuesta por Hans Zimmer y Lisa Guerrard, mientras vemos cómo Maximo pasa la mano sobre las espigas de trigo de su hacienda; y de igual manera recordamos con horror la última escena de John Hurt en Alien (1979), considerada por numerosas publicaciones como una de las más memorables de la historia cinematográfica. Y ya que estamos con Thelma & Louise, todos recordamos un final que, guste o no, también forma parte de la iconografía fílmica (y semántica, hasta el punto de llegar a existir en el lenguaje popular de una cierta generación, la expresión “hacerse un Thelma y Louise”. Hasta Joaquín Sabina nos hace un spoiler en su canción Titamisú de limón cuando nos dice: “Al borde del precipicio / jugábamos a Thelma y Louise…”). Respecto a este “sello” característico de nuestro director, quiero hacer mención de un título que tal vez no sea muy relevante, pero que en el momento de su estreno constituyó un ejemplo perfecto de esa estética casi de vídeo-clip: La sombra del testigo (Someone to Whatch Over me, 1987), un thriller romántico con poco éxito de taquilla, como también fue el caso de Black Rain (1989), un drama policial, su primera colaboración de las seis que tuvo con el compositor Hans Zimmer.

Pero volviendo a la película que nos ocupa, Thelma & Louise le supuso un nuevo éxito de taquilla, además de ser recibida con buenas críticas, valiéndole además las nominaciones de las dos protagonistas, Susan Sarandon y Geena Davis, a los premios Óscar de ese año, aunque no los lograron al cruzarse en su camino Jodie Foster con su magnífica actuación en El silencio de los corderos.

Partiendo de una historia muy simple, pero no por ello intrascendente, Ridley Scott nos hace recorrer los Estados Unidos durante la persecución de estas dos mujeres, buscadas por la policía federal por el asesinato de un hombre. Puede parecernos que los motivos de estas dos mujeres para emprender esta “aventura” (un tranquilo fin de semana de liberación de sus rutinas habituales con sus parejas) no son suficientes para construir una historia, y que los derroteros que toma esta aventura son exagerados. Pero la vida es así, imprevisible, inabarcable, variable. Precisamente, lo importante de esta historia, a mi juicio, es que las respuestas del ser humano ante las circunstancias que se le presentan, no están sujetas a lógica alguna. Y lo que parece intrascendente puede convertirse en una pesadilla de la que es imposible salir porque la vuelta atrás ya es imposible. Las figuras insignificantes de dos mujeres corrientes adquieren un carácter de epopeya y se convierten en arquetipos de lo que nos gustaría ser capaces de hacer, pero la mayoría de nosotros no hacemos por falta de valor o por acomodamiento al status quo. No quiero que se me malinterprete y se entienda que comparto los actos en exceso violentos protagonizados por las dos mujeres, una más racional, la otra más pasional, como forma de superar algunas de las situaciones que viven, pero me voy a permitir la licencia de recordar a Odiseo en su empeño por regresar a Ítaca: deberá dejar ciego a Polifemo, lo que le granjeará la enemistad profunda y permanente de Poseidón, padre del cíclope; será infiel a su amada Penélope con Circe y con a Calipso, quienes se empeñan en retenerlo enamoradas de él, engañará a quienes sea necesario para conseguir sus fines y finalizará su aventura en medio de un baño de sangre en su casa. No podemos decir que el “astuto Odiseo” sea un dechado de virtudes, pero todo se supedita a un fin último. En el caso de nuestras dos heroínas, la vuelta al hogar se presenta como imposible, lo que ya nos queda claro en la conversación que el personaje de Susan Sarandon (Louise Shawer) mantiene con su pareja cuando Louise le pide dinero a Jimmy para continuar su huida hacia adelante.


También es cierto que los personajes masculinos son presentados en general como insignificantes e irrisorios, excepto un improbable jefe de policía interpretado por Harvey Keitel, que empatiza con las dos fugitivas. Sólo él será capaz de ponerse en la piel de una mujer que ha dejado salir a la fiera que todos podemos llevar en nuestro interior, ese yo profundo que las convenciones de la vida social hacen que permanezca callado hasta que un día sale al exterior y ya nada puede retenerlo, un genio de la lámpara que ya no quiere volver a encerrarse. Frente a este “policía bueno” (una figura habitual en el cine y la literatura), otros personajes más despreciables aparecen a lo largo del filme, empezando por un jovencísimo y atractivo Brad Pitt, en el papel de un buscavidas que no es consciente del mal que puede llegar a causar con su forma de vida, o los tres símbolos del machismo más repulsivo que se cruzan en el camino de las dos mujeres: el macho del bar que pretende violar a una Thelma borracha, el policía que las hace parar y abusa de su autoridad con ellas o el camionero vulgar que las agrede con palabras soeces y gestos procaces. Tal vez la presentación de estos “tipos” sea simplista, pero nadie puede negar que son representantes de un sector de la población masculina. Y estas dos precursoras del #Metoo nos hacen asistir a un tipo de reacción que, si bien no es la común y la correcta, sí late en el fondo de nuestra conciencia. Por otro lado, será la mujer más fría, la de mayor edad, la que encuentre en esta ocasión la forma de ajustar las cuentas con su pasado, que ha intentado mantener escondido, callado, y que, a través de ciertos indicios irá descubriéndose poco a poco: su reacción ante el intento de violación que sufre su joven amiga o su rechazo a seguir la ruta más corta para llegar a México (saliendo del estado de Arkansas y sin pasar por Texas). Su mente calculadora se rendirá cuando Thelma, en una prueba definitiva de inconsciencia, las deje sin más recursos con los que proseguir su huída. El momento en que Thelma toma la iniciativa (y el volante del coche), adentrándose en un terreno desconocido y temerario, coincide con el de mayor abatimiento de Louise, cuando se da por vencida. Y es justo en ese momento cuando la complicidad entre ellas se fortalece y nosotros sabemos que su destino, el que deba ser, va a ser compartido. De poco han de servir las buenas intenciones que manifiesta el jefe de la investigación en el cumplimiento de su deber, consciente de que ambas son a la vez culpables de una serie de actos (asesinatos, robos, atentados contra la autoridad, voladura de un camión cisterna de material inflamable) y víctimas de las circunstancias y de una sociedad machista que no les ha dado la oportunidad de realizarse como mujeres. Esta es su última oportunidad y la van a llevar hasta el final.

La realización del film está llena de esos momentos e imágenes que caracterizan el cine de Ridley Scott y de los que hablaba al principio. La música de Hans Zimmer (una vez más) hará de contrapunto sonoro a los paisajes del desierto por donde viajan las dos amigas, que según el guion es el de Arizona. En realidad, Ridley Scott eligió para filmar esas imágenes el estado de Utah, y debemos reconocer que la iluminación de las imágenes nocturnas resulta un tanto falsa, pero la belleza de las composiciones no va a dejarse vencer por la oscuridad de la noche del desierto -¿quién habla de realismo?- privando a los espectadores de estos vídeo-clips musicales marca de la casa). Debemos reconocer la calidad de la fotografía por la que Adrian Biddle también estuvo nominado a los premios Óscar.

El guion de Callie Khouri, por el que recibió el Óscar al mejor guion original, pretendía poner dos protagonistas femeninas en un género absolutamente masculino, como ella misma dijo: “En tanto que cinéfila, he sido alimentada por el papel pasivo de las mujeres. No conducían nunca la historia porque no conducían nunca el coche”. En él, los espacios abiertos del Oeste americano se convierten en un personaje más, en un guiño a los westerns de los años 50, un género que también está presente en los planos de los personajes solitarios en medio de esas inmensidades, en los vehículos que sustituyen a los caballos y las diligencias, y en las polvaredas que tanto unos como otros producían en las escenas de movimiento. O como ese remedo del típico duelo de revólver que se produce entre las dos protagonistas y el camionero antes de que le hagan explotar el camión.


El tono de humor de algunas escenas, que se puede malinterpretar por esperpéntico (tal vez el ejemplo más significativo sea la escena del ciclista rastafari que echa el humo del porro que se está fumando en el maletero del coche de policía, donde está maniatado el agente, a través del orificio que las protagonistas hicieron con un disparo para que éste pudiera respirar) fue expresamente buscado por Scott, ya que pretendía hacer agradable para el público una historia indudablemente dramática. De hecho, las alternancias de estos episodios humorísticos, contribuyen a dar un tono optimista a la aventura que emprenden estas dos amigas en busca de una libertad a la que de un modo u otro ya no renunciarán.

Hablaba al principio de la diferente acogida y variadas reacciones de los espectadores a la película, Desde su estreno, la polémica la ha acompañado, recibiendo críticas de fascista (por la forma violenta de resolver los conflictos) o misándrica (por ser anti-hombres). Pero de igual modo recibió el apoyo de movimientos homosexuales que hacían una lectura lésbica de la relación entre las dos amigas. Y lo que no podemos negar es la influencia posterior y aún presente en el cine y en la televisión, así como las referencias que de ella hay en obras literarias (La Muselière, de Laurence Villani en Francia) y en la música actual (en Francia también, la cantante Tori Amos escribió, tras ver la película, una canción titulada Me and a Gun en la que relataba el intento de violación que había sufrido siete años antes y del que nunca había hablado; y también Lady Gaga y Beyoncé hacen alusión a ella en el fragmento final del vídeo de la canción Telephone, entre otras muchas canciones de cantantes ingleses y españoles, como la anteriormente citada de Joaquín Sabina, o la de Fito Paez, Dos días en la vida); y hasta en los vídeo-juegos The Legend of Zelda: The Twilight Princess y Grand Theft Auto V).

Tras todo lo dicho, no me cabe ninguna duda de que, cuando una película da tanto que hablar y está tan presente en temas de actualidad, no puede ser ignorada y merece un lugar entre los clásicos modernos, como demuestra el hecho de que figure en la colección del British Film Institute desde el año 2000. Y el debate sigue abierto.

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martes, 18 de enero de 2022

Cineclub del Rodrigo Caro: Desayuno con diamantes (1961) de Blake Edwards

 

por Juan Gabriel Martínez


No sé cómo reaccionarán otras personas en situaciones como la que voy a describir a continuación a propósito de esta comedia romántica, pero hay títulos que disparan automáticamente un reproductor musical en mi mente, como si alguien seleccionara en una jukebox (si digo su nombre en español es posible que nadie sepa de qué estoy hablando: una sinfonola) una melodía de esas llamadas imperecederas:

Moon river, wider than a mile,

I’m crossing you in style some day.

Oh, dream maker, you heart breaker,

Wherever you’re goin’, I’m goin’ your way.”

 Y a partir de ahí, la historia de la película transcurre ante mis ojos con una mezcla de ternura, tristeza, nostalgia… y un poquito de edulcorante, para qué negarlo. Por ello, no voy a llevar la contraria a quienes no la tienen en gran estima. Pero también creo que es justo que reconozcan que la presencia de una delicadísima Audrey Hepburn no hace sino realzar los valores cinematográficos –que sin duda tiene- de este clásico de los años sesenta, en la que fue la interpretación que la consagró como la reina del glamour.

Dentro de este glamour que caracteriza a todo el film, no podemos dejar de mencionar el vestuario, que le debemos a Hubert de Givenchy, el célebre modisto francés que vistió a famosas mujeres y grandes estrellas del cine, entre ellas a Audrey Hepburn en esta película, así como en Una cara con ángel (1958), por la que obtuvo una nominación a los Óscar. Los trajes que diseñó para la actriz (y amiga suya) tuvieron y tienen aún gran influencia en un gran número de diseñadores.

                 Sin duda, la banda sonora de Desayuno con diamantes, y en particular la interpretación que del tema principal hace Audrey Hepburn tocando la guitarra sentada en la escalera de incendios una bonita mañana del otoño neoyorquino, son dos momentos estelares de la historia del cine. En el curso pasado cerramos el ciclo de películas con otra banda sonora inolvidable compuesta por el maestro Ennio Morricone para Cinéma Paradiso; como si un hilo invisible las uniera, iniciamos el de este año con otra película cuya banda sonora es absolutamente imprescindible y reconocible por todo el mundo. No en vano, Moon River (cuya letra debemos a Johnny Mercer) fue seleccionada por el American Film Institute en 2004 como la cuarta canción más memorable de la historia del cine. Por ella, y por la banda sonora de todo el film, Henry Mancini ganó dos premios Óscar en 1961, además de dos premios Grammy en 1962.


                 Éste fue el título elegido para iniciar una nueva temporada del cine-club del IES Rodrigo Caro, en respuesta a la demanda de alguna alumna a finales del ciclo anterior. Y con él nos acercamos al universo femenino, tan presente en la inspiración de tantos grandes títulos en la historia del cine como poco reconocible en muchos de ellos.

                Decíamos al principio que se trata de una comedia romántica, pero tampoco estaría mal considerarla una comedia dramática, si nos atenemos a la historia que subyace bajo esa apariencia de frivolidad y enamoramiento dificultoso lleno de tramas destinadas a concluir en el típico happy end. Sin duda, la novela de Truman Capote en la que se inspira (Breakfast at Tiffany’s) explicita mucho más las circunstancia que envuelven al misterioso personaje de Holly Goligthly, pero la censura americana y, sobre todo, el sentido comercial que Edwards da a sus películas, siempre más cercanas a la comedia que al drama, hicieron que los detalles escabrosos del original se obviaran. Así, Holly se gana la vida ejerciendo el oficio de escort (¡y ya van tres anglicismos en esta reseña!), o lo que es lo mismo, aunque suene más prosaico en español, de prostituta. Tras una difícil infancia y un matrimonio por pura supervivencia, exento de amor, Holly recala en Nueva York, donde lleva una vida mundana, extravagante y desordenada, buscando una oportunidad para ser artista o a la espera de encontrar la felicidad con un marido rico que la haga olvidar un pasado que pese a todo la persigue. Pero, además, el personaje original es abiertamente bisexual, lo que la haría un personaje muy interesante en el panorama cultural actual, pero que iba mal con la imagen angelical de Audrey Hepburn a principios de la década de los sesenta. Y por supuesto, se evita cualquier alusión a un aborto anterior y a su afición a fumar marihuana (aunque casi al final de la historia, en el momento de su detención por la policía, se hace una alusión de pasada a la posibilidad de que hubiera droga en su apartamento), limitándose a teñir al personaje de un cierto tono gris por su afición al alcohol. Está claro que nuestro admirado Truman Capote tenía un espíritu torturado del que dotaba a sus personajes (los reales de A sangre fría y los ficticios, como los de la novela que nos ocupa).

                Holly encuentra a un joven y atractivo escritor de poco éxito que se instala en su mismo edificio, y a partir de ahí entablan una relación ambigua, entre la amistad (porque hay muy poco en común entre ellos, al margen del evidente atractivo físico) y el enamoramiento en el que se mezclan atracción y ganas de ayudarse. Para evidenciar ese afecto amistoso que siente por él, Holly, en uno de sus habituales gestos extravagantes, decide llamarlo como a su hermano: Fred, aunque el chico se llama Paul. Como en toda comedia romántica, nada hace pensar que esa relación pueda llegar a algo más profundo, pero ya sabemos cómo es el cine: de crisis en crisis, de dificultad en dificultad, de vivencia en vivencia, los personajes de Holly y Paul Varjak (un guapísimo George Peppard de 32 años, uno más que Hepburn) van acercándose más allá de la compañía y la ayuda mutua que se dan. La belleza de ambos se complementa con la nobleza de sus caracteres, la inocencia que los hace intocables ante las vilezas del mundo en el que viven y del que, por otro lado, no quieren salir. De hecho, la despreocupada Holly se presta a un curioso servicio de transmisora de información codificada entre un conocido mafioso encarcelado en Sing Sing y sus secuaces en el exterior, servicio por el que recibe una remuneración que a ella le parece desinteresada porque no sabe cuál es su función en esa red delictiva y que la llevará ante la justicia en la última parte de la película.

La vida en Nueva York es difícil, pero merece la pena (y las penas son muchas) afrontarla, aunque para ello Holly deba ofrecerse a “caballeros” de alto nivel social, a la caza de un hombre rico que quiera casarse con ella, lo cual cree conseguir por fin con el político José da Silva Pereira (personaje encarnado por el aristócrata español y playboy internacional José Luis de Vilallonga): éste la desposará y la llevará a Brasil para empezar una nueva vida feliz. O que Paul Varjak acepte vivir como un mantenido por una rica amante, casada, que le pone en contacto con el mundo de las editoriales, donde espera publicar y continuar su incipiente carrera literaria en la que sólo hay un libro editado hasta ese momento. Esas son las dificultades de sus vidas, que ellos mismos reconocen como una farsa: una realidad grosera y hostil en la que los bellos momentos de calma y dicha son escasos, y Tiffany’s es uno de esos raros lugares donde se pueden encontrar. Por eso Holly suele acabar su jornada “laboral” a las seis de la mañana, en una ciudad aún vacía antes de que sus calles se animen con el ir y venir de miles de personas, cada una con sus preocupaciones, delante de los escaparates de la joyería, deleitándose en la contemplación de unos diamantes que para ella representan el mundo feliz donde querría vivir, con un desayuno en la mano, adquirido en algún lugar abierto. Los diamantes, símbolo de la belleza, la serenidad y la seguridad ante el tiempo que no se detiene, de los anhelos de una joven que ha tenido una infancia difícil.

                La desordenada vida de la mundana Holly, en la que Paul intenta poner un relativo orden, nos lleva a conocer la historia real del personaje, esa que quiere olvidar a base de ignorarla, pero que la obstinada realidad acaba poniéndole delante de sus narices, y con ello la deja al descubierto ante su entorno. Su verdadero nombre es Lula Mae Barnes, originaria de Texas. Allí se casó siendo una adolescente (¡14 años!) con Doc Goligthly, quien aún se cree su marido pese a que lo abandonó un día para huir de esa vida y perseguir un sueño. El buen hombre había comprendido que aquella niña no estaba enamorada de él, por lo que la dejó marchar y no le guardó ningún rencor. Y con ese buen ánimo se planta en Nueva York a buscarla para que regrese y se encargue de su hermano Fred (que va a terminar su servicio militar), de sus cuatro hijos (de un matrimonio anterior y para los que buscaba una madre cuando se casó con ella) y de él mismo. Para Holly, la opción de regresar a Texas es impensable, pero sabe que su hermano (que padece una discapacidad intelectual) necesita su ayuda y asume esa responsabilidad. Desde ese momento la necesidad de casarse con un hombre rico se hace perentoria.

Cuando todo parece ir bien con José da Silva Pereira llega la triste noticia del fallecimiento de su hermano durante unos ejercicios militares (¡la vida, siempre la puñetera vida!), el único ser al que Holly se siente unida. Con ello, la vida de Holly da un brusco cambio y la obliga a enfrentarse a la nueva realidad de una existencia que ya todos conocen. Las dificultades se acumulan, pero como en toda buena comedia romántica, esas mismas dificultades hacen que los personajes se conozcan mejor y sean capaces de superarlas, justo en el momento en el que parecía que todo se iba al garete.

Entretanto, Paul, que se ha visto rechazado por Holly tras confesarle su amor, ha iniciado una vida independiente tras su ruptura con su amante rica: ha cambiado de domicilio y vive de sus publicaciones (incluso ha publicado y le han pagado un breve relato en un periódico). Durante ese tiempo Holly se prepara para su cambio de vida en Brasil, porque parece que la boda con el político portugués es cosa hecha. Y cuando Paul va a despedirse de ella llega el nuevo revés: la redada de la policía. Y como consecuencia de ello (o tal vez todo había sido una farsa más) José da Silva da por roto su compromiso. Holly persiste en su idea de abandonar Nueva York e iniciar una nueva vida en Brasil, pero eso ya no será posible. ¿Quién está con ella en esos momentos? De nuevo Paul Varjak, buscando la fianza para sacarla de la cárcel y yendo a buscarla, llevándole su gato que aún no tiene nombre (porque nadie pertenece a nadie y nadie tiene derechos sobre los demás, incluyendo el de dar un nombre, una relación inestable como todo lo que en la vida de Holly aún no es definitivo), llevándole su ropa...

La tormenta precede a la calma, y las lágrimas del hundimiento personal anteceden al encuentro realmente amoroso con el ser que es capaz de estar donde debe en el peor momento, el único que la ha tratado con respeto, viendo en ella lo que nadie quería ver; el único que es capaz de decirle las cosas que ella no quiere oír; el único que la hace enfrentarse a la realidad sin fingimientos y con valentía. Ya sin artificios, sin atrezzo, sin imposturas, cuando sólo el amor puede rescatarlos del abismo, en ese momento es cuando podemos tener en nuestras manos el mundo entero concentrado en un callejón destartalado de Nueva York, con la lluvia mezclándose con las lágrimas y corriendo torrencial por las mejillas (¿estoy escribiendo de Desayuno con diamantes o de Blade Runner?). Ella, Paul… y Gato.


Con esta película Blake Edwards obtendría el primero de sus éxitos de crítica y público. Tras ella, desarrolló una irregular y prolífica carrera tanto en cine como en televisión, donde abundan las comedias (entre ellas la larga saga de la Pantera Rosa), algunas de ellas sobresalientes, como El guateque (1968), pero muchas de ellas intrascendentes. En esa línea de películas cómicas se combinan además los musicales como Victor Victoria (1982) y otras con tintes eróticos, como 10, la mujer perfecta (1979). Pero también le debemos dramas intensos y demoledores, como la, a mi juicio excelente, Días de vino y rosas (1962). Y en muchas de ellas contaría con la colaboración de Henry Mancini, siempre con extraordinarios resultados.

                Como ya he dicho otras veces, una de las grandes riquezas del cine es su capacidad de hacernos soñar, aunque eso nos aleje a veces de la realidad; pero la vida (y el cine, ¿cómo no?) también es ilusión. Una ilusión por vivir vidas ajenas, por conocer lugares lejanos y desconocidos, por tener experiencias que nos hagan más felices y un poco mejores. Y al final de todo, cada uno de nosotros navega por un río de amplias resonancias filosóficas y literarias. También cinematográficas. Cada uno de nosotros seguimos nuestro propio y particular Moon River.

                “We’re after the same rainbow’s end

                Waitin’ round the bend

                My huckleberry friend

                Moon river and me”

 

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lunes, 20 de septiembre de 2021

Cine-club del Rodrigo Caro: Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore


por Juan Gabriel Martínez

               El final de curso ya estaba cerca cuando tuvimos la última sesión de nuestro Cine-club, y para ello elegimos una película deliciosa, todo un homenaje al cine con la que queríamos dejar un buen sabor de boca para cerrar la programación de un período complicado, pero del que humildemente creo que podemos sentirnos orgullosos por cómo lo hemos superado: Cinema Paradiso.

Para los que amamos el cine, es un regalo este film, todo un ejercicio de nostalgia de una época (esa nostalgia que Alfredo aconseja a Totó dejar atrás para seguir su camino en la vida), de una manera de ver cine, de unos espacios mágicos, de una técnica, que ya no volverán. Tan sólo la “arqueología” podrá salvar el recuerdo de esos cines hoy abandonados -si no demolidos-, de esas máquinas de proyección convertidas en piezas de museo, o esas cintas de celuloide que en muchos casos se perdieron devoradas por las llamas. Un tiempo épico para un arte lírico. Con esta película, Tornatore, al mismo tiempo que rinde un homenaje al cine y sus gentes, nos sumerge en un discurso metafílmico de sensibilidad melodramática. Alguien podrá considerar excesivamente sentimental el tono, especialmente el final, pero ¡qué bien sienta, al menos al que esto escribe, dejarse invadir por las emociones de vez en cuando sin poner barreras al corazón! (Es justo la frase sensiblera adecuada para ponerse al nivel del film).

               Pero vayamos ya a la película propiamente dicha. Su director, Giuseppe Tornatore, venía del cine documental, y había rodado su primer largometraje (El profesor) el año anterior. Fue con este segundo largometraje (rodado entre 1987 y 1988) con el que logró el reconocimiento internacional y numerosos premios. Ninguno de sus títulos posteriores ha obtenido la gran acogida que tuvo Cinema Paradiso tanto entre el público como entre la crítica especializada.

               Decíamos más arriba que se trata de un ejercicio de nostalgia, pero también constituye materia para la memoria. Memoria de la posguerra en una Italia destrozada tras la Segunda Guerra Mundial, como podemos ver en algunas secuencias (como cuando Totó y la madre van a cobrar la pensión tras confirmarse la muerte de su marido en el frente de Rusia); memoria de la sociedad deprimida de aquellos años, donde la opulencia de las formas de vida de algunos privilegiados (los que se sientan en el anfiteatro, en el nivel superior, por contraste con los que ocupan el patio de las sillas que los mismos vecinos deben acarrear a cada sesión) constituye el contrapunto de las penalidades de la mayor parte de los habitantes del pueblo; memoria de unos seres característicos que deambulan por sus plazas sin nada especial que hacer, arquetipos que se encuentran en los pueblos de todos los países: el cacique mafioso, el cura, el loco/tonto…

Partiendo del momento en que la madre de Totó/Salvatore lo llama por teléfono para comunicarle la muerte de Alfredo, el proyeccionista del cine con el que el niño creció a falta de la figura de su padre, la película nos cuenta la vida de Totó, que con los años se ha convertido en un director de cine famoso. Todo el largo flashback que ocupa la mayor parte del metraje nos conducirá al presente, justo al momento en que Salvatore Di Vita (nombre real de Totó) regresa al pueblo para asistir al entierro del amigo de su infancia tras 30 años de ausencia.


Entre el niño de seis años, huérfano de padre, y el proyeccionista del cine del pueblo se había establecido una relación entrañable a partir de unos comienzos difíciles. Ni la madre, viuda de la Segunda Guerra Mundial, ni el proyeccionista quieren que Totó, un pequeño inquieto y espabilado, pase tantas horas en la cabina de proyección del cine, en medio de máquinas y materiales que pueden ser peligrosos. Pero el niño busca incesantemente la compañía de Alfredo, un poco por huir del ambiente triste de la casa familiar y de su madre, un poco buscando en Alfredo una figura que supla la ausencia del padre. Totó lo aprenderá todo en el cine, a través de películas que después se han convertido en clásicos: Los bajos fondos, Charlot, Árbritro, La Diligencia, La tierra tiembla, El extraño caso del doctor Jekyll…. Ilustrativa la escena en que Totó reconstruye diálogos de películas a partir de los fotogramas cortados por Alfredo y que el niño se lleva a su casa. También con los reportajes de moda y los noticiarios, donde tendrá la confirmación de la muerte de su padre en Rusia (hasta ese momento se le consideraba desaparecido). Y hasta el amor, del que los besos apasionados que el cura obliga a Alfredo a cortar, y que constituirán un material impagable para Totó, son la materialización visible hurtada a unos anhelantes espectadores.


Lo que empieza siendo un pasatiempo acabará siendo una pasión. Al principio, Alfredo considera a Totó un estorbo e intenta echarlo de la cabina siguiendo las indicaciones de la madre, pero la permanente presencia del niño hará que lo acabe aceptando y se quede a ver las películas con él. Además, poco a poco irá enseñándole la técnica para operar el proyector, haciéndole consciente de la necesidad de extremar el cuidado en medio de todo ese material inflamable. Desde ese momento, Alfredo ya nos hace una exposición de los primeros tiempos del cine, de cómo se operaba en la cabina con las películas; un tiempo con respecto al cual las máquinas del momento son un enorme avance, que aún mejorará con las películas no inflamables. Y sobre todo (importante para comprender un final entrañable que no desvelaremos aquí para no hacer ningún spoiler), le explicará que las películas deben pasar la censura del cura del pueblo, quien decidirá qué escenas deben ser cortadas del celuloide por “atentar contra la moral” de una sociedad bajo la escrupulosa mirada de la iglesia, omnipresente en ese tiempo; todas bajo un único principio: no mostrar besos en la boca. Como dice el padre Adelfio más adelante: “yo no vengo a ver pornografía”. Después, cuando el Cinema Paradiso se llene de público en cada proyección, todo un muestrario de los habitantes arquetípicos del pueblo, éste abucheará -magnífico tribunal popular- el trabajo de la tijera, que los priva de las escenas más esperadas y tórridas, una práctica habitual en la Italia de los años 50, como también lo fue en España hasta los años 70.

La sala del cine es el escenario donde se desarrolla la vida real. En ella evolucionan los personajes más característicos del pueblo, y se producen situaciones y reacciones que muestran cómo era la Italia de la posguerra: el amor y el sexo (los enamoramientos y los alivios de los jóvenes, o el ejercicio de la prostitución), la lucha de clases (el burgués que escupe con desprecio a los “de abajo” y la reacción posterior de estos), la política (con alusiones expresas al Partido Comunista Italiano), la mafia (en Sicilia no puede faltar un mafioso -y sus secuaces-, asesinado mientras se proyecta un tiroteo en una escena de En Nombre de la Ley), la religión… y los ”efectos” que produjo la dialéctica entre ambas; la cultura, la situación económica (y su consecuencia, la emigración)… Vida y cine comparten un tiempo y un espacio, y para que esa experiencia llegue a un mayor número de vecinos, Alfredo sugerirá a Totó proyectar el gran éxito del momento al que no todos los habitantes han podido entrar (I pompieri di Viggiú) en una gran pared de la plaza, lo que será causa de la desgracia de Alfredo.

La sala de cine también verá pasar el tiempo, y sufrirá accidentes. Ello será motivo para que Totó se convierta definitivamente en parte de la vida de Alfredo. Tras salvarlo del incendio que prácticamente destroza el Cinema Paradiso y en el que Alfredo pierde la vista, Totó será el único capacitado para encargarse de las proyecciones que recomenzarán gracias a la iniciativa de uno de los vecinos (Spaccafico), que invertirá parte de las ganancias obtenidas con la quiniela en su reconstrucción y se convertirá en el propietario del Nuovo Cinema Paradiso (título original del film): hay cosas que cambian, pero la esencia del cine permanece. Entre los cambios más significativos está que Totó ya no cortará las escenas de besos o incluso más atrevidas: Brigitte Bardot podrá ser vista en todo su esplendor en Y Dios creó a la mujer; y Raf Vallone podrá descubrir lascivamente la espalda de Silvana Mangano y recorrerla con un largo y apasionado beso en Anna tras la sensual interpretación que ésta última hace de El Bayón.  En esos años, la función social del cine sigue siendo la misma, y el espacio sigue siendo un lugar de encuentro, de convivencia. La capacidad limitada para satisfacer la demanda del público llevará a Spaccafico, ahora empresario, a buscar una solución para poder proyectar el gran melodrama del momento, Cadenas invisibles, de la que algún espectador, entre lágrimas –como todos- es capaz de repetir los diálogos de memoria; y con la llegada del verano, el traslado del cine al lado del puerto para ver Ulises, tal vez premonitorio del porvenir de Totó. Como decíamos al principio, todo un curso de cine. Los multicines de nuestros días no llenan ni de lejos el vacío que han dejado aquellos templos de la imagen, con sus correspondientes divinidades. Y los espectadores de hoy carecen del sentido de rito y celebración que tenían aquellos adeptos, inocentes participantes en un acto mágico y por ello sagrado.

Esta película tuvo una primera acogida tibia entre el público, lo que fue motivo para que el metraje original de 155 minutos se redujera a 123 ante su lanzamiento mundial, que es la versión que nosotros hemos “proyectado”. (“Proyectar” es lo que hacían Alfredo y Totó en la cabina del cine, con una salida del haz de luz a través de la boca de una exótica y decadente cabeza de león; la tecnología nos permite hoy, si los ordenadores y cañones de proyección no “se oponen”, transportar un pequeño disco de plástico que contiene unas imágenes digitalizadas e insertarlo en un lector de esos discos. Pese a ello, nuestra memoria inconsciente nos lleva a utilizar ese verbo). Posteriormente, Tornatore hizo un nuevo montaje que se fue hasta los 173 minutos. Debido a ese acortamiento, es fácilmente detectable la descompensación entre la primera parte de la película y la segunda. Pasada la infancia de Totó, donde ocurren la mayor parte de los acontecimientos trascendentales para el devenir de los personajes, la juventud y su entrada en la madurez son abordadas con prisa, con unas pinceladas que nos llevan rápidamente a la vida adulta de Salvatore. Su primer amor de juventud, Elena (la hija de un banquero), en su época de estudiante, con la que hace sus primeros intentos tras la cámara (además de un acercamiento al cine documental con escenas de la vida cotidiana), no tendrá continuidad al incorporarse al servicio militar. En esos momentos, Alfredo ejercerá de consejero, compendio de frases de películas como manual de vida.


Como si asistiéramos al regreso a Ítaca de Ulises, un paralelismo que subraya la escena del perro en la plaza desierta (su Argos particular), único ser vivo que acude a recibir a Totó al terminar el servicio militar (historias de otro tiempo para los millennials), en el tiempo transcurrido todo ha cambiado, según le dice un Alfredo desilusionado y abatido. Su estancia en Giancaldo será breve, siguiendo el consejo de Alfredo, que lo anima a dejar atrás todo ese mundo y no mirar atrás si quiere sentirse libre de límites y ataduras para seguir un destino que lo conducirá al triunfo que se merece. Totó le hará caso y se irá, dejando atrás a su familia y a su amigo, con la intención de no volver nunca. Hasta que recibe la llamada de su madre, y siente la necesidad de volver tras 30 años de ausencia, ahora convertido en un director de cine de prestigio, una figura ilustre para sus vecinos, los mismos que lo vieron de niño y lo ven ahora convertido en una celebridad a la que miran con respeto, mientras él los va reconociendo. El mismo día del entierro de Alfredo, juntos, asistirán compungidos a la voladura (no podía ser más violenta la demolición) del cine para ser convertido en un aparcamiento, triste final semejante al que han sufrido miles de salas en todo el mundo, como podemos apreciar en la magnífica investigación fotográfica sobre salas de cine realizada por Simon Edelstein, “Cines abandonados en el mundo” (Editorial Jonglez, 2020). Éste es el principio del final: una despedida del amigo que ya no está, una sucesión de encuentros (entre ellos con la viuda de Alfredo, que le entregará como regalo póstumo un montaje elaborado por su marido con los cortes de las películas censuradas) y descubrimientos, que acabarán en uno de los finales más inolvidables y emocionantes de la historia del cine, síntesis de un arte en el que todo se puede imaginar, pero en el que nada puede sustituir a lo que debe ser visto porque su creador así lo decidió.



               Imposible cerrar esta reseña sin hacer una alusión al tema musical que resuena en mi cabeza durante el tiempo que dedico a escribir estas líneas, como seguro estoy de que lo hace en las cabezas de los que las leen tras haber visto la película. Si bien la música de la película fue compuesta por Ennio Morricone, el tema musical al que me refiero (“tema d’amore”) fue compuesto por su hija Andrea mientras aún estudiaba en el conservatorio. Ambos se hicieron con un BAFTA y un David de Donatello a la mejor banda sonora musical, y es una de las más reconocidas y aclamadas mundialmente. Además de por la banda sonora musical, Cinema Paradiso también recibió numerosos premios internacionales por el guion y la dirección, el montaje, el maquillaje, el vestuario, la fotografía y la espléndida interpretación de Philippe Noiret como Alfredo, que es capaz de crear una complicidad con Salvatore Cascio (el Totó niño) llena de matices y ternura, como por ejemplo en el examen que ambos deben superar en el colegio. Recibió el Gran Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y del Festival de Cine Europeo, además del Globo de Oro a la mejor película extranjera y el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1989. Toda una cosecha para una película que el paso del tiempo no ha hecho más que mejorar, siendo reconocido como uno de los grandes títulos del cine moderno, un clásico que no nos puede dejar indiferentes. Un ejemplo de que el buen cine no tiene por qué estar alejado del público, y que las grandes historias nos siguen emocionando porque todos nos dejamos seducir ante las profundas emociones del alma. Y eso, ni más ni menos, es el cine.

               Un curso acababa, pero, como dice la canción de Luis Eduardo Aute: “Más cine, por favor/ que toda la vida es cine / que toda la vida es cine / y los sueños, cine son”: Por eso, el nuevo curso nos traerá más cine para seguir soñando.






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