En mayo de este año tuvimos la
última sesión de este curso de nuestro cine-club, un nuevo título mítico del
cine americano, de un director del que aún no habíamos incluido ninguna de sus
películas en nuestra programación, Robert Aldrich, un director difícil para el establishment de Hollywood por su
particular tratamiento de la violencia y por el desgarro de algunas de sus
películas, entre las que ésta de la que nos ocupamos hoy ocupa un lugar
destacado. Y con ella culminamos la serie de títulos elegida para este curso.
En todos ellos las mujeres han tenido un papel determinante, desde las
diferentes ópticas con las que han sido tratadas en cada una de las películas.
En este caso, se trata, además de un tremendo y magistral duelo interpretativo
entre dos grandes actrices, un enfrentamiento que iba más allá de la pantalla,
y que las protagonistas confirmaron posteriormente. Bette Davis y Joan Crawford
nos muestran una enfermiza relación entre dos hermanas condenadas a convivir
para purgar sus culpas y nos sumergen en un universo opresivo en el que no
entenderemos plenamente qué ocurre y por qué ocurre hasta el final, en un
magistral giro de guion.
En una época
como la actual, en que tanto en series como en películas (y hasta en la
literatura contemporánea se aprecia esta técnica) abundan las historias
desestructuradas, la multiplicidad de tiempos y perspectivas, en una narración
alambicada que por momentos llega a hacerse incomprensible para el espectador
(quien abandona a veces su trabajo de “reconstructor” y se abandona a la
ulterior explicación del guionista y del director, sea ésta la que fuera y
dándola por válida), ver esta película de otros tiempos (¡y los años 60 son ya
tiempos rompedores en muchos aspectos!) te hace disfrutar de una narración
lineal y heterodiegética, en la que el relato está contado de forma verosímil
desde un punto de vista externo a los personajes (el del director), sin
intervenir en la presentación de los hechos. Y esa linealidad no resta un ápice
a la tensión dramática de la historia, sin desvelarnos ninguna clave que nos
permita arrojar una luz sobre el por qué de la situación anómala que viven esas
dos hermanas. El misterio que rodea sus vidas permanece en esa oscuridad –por
otro lado dominante a lo largo de casi todo el filme en los escenarios del
interior de la casa en la que viven, moviéndonos en todo momento en la duda de
si estamos ante una drama psicológico o una película de terror (o tal vez ambas
cosas no estén tan alejadas de la realidad)- de un pasado en el que está su
justificación. Sin ese misterio, la película no dejaría de ser una más de las
que nos cuentan dramas familiares y crisis personales de viejas glorias de
cualquier disciplina, y no voy a negar méritos a algunos de esos títulos, como,
sin ir más lejos, la espléndida “El crepúsculo de los dioses” (1952) de Billy
Wilder. Ese misterio es el que caracteriza a las historias de policías, de
seria negra, y hasta a las de aventuras. Pero como decía al principio, la fragmentación
de las secuencias y puntos de vista homodiegéticos se han hecho demasiado
recurrentes, siendo un recurso del que se abusa y que a menudo recubre con
complejidades formales lo que a la historia le falta de sustancia.
En la película
que nos ocupa, Robert Aldrich y Lukas Heller, su guionista (otro judío de
origen alemán más que tuvo que abandonar la Alemania del Tercer Reich, de la
que huyó su familia, y que acabó aportando su talento al cine americano), con
el que también colaboró en “Doce del Patíbulo” (1967) y “Comando en el mar de
China” (1970), nos cuentan, a partir de la novela del mismo título de Henry
Farrell, la historia de una venganza, pero ¿de quién contra quién? Ahí está el
misterio al que el título en forma de interrogación no hace sino aportar más
oscuridad.
Partiendo de
los años en que las dos eran unas niñas, vemos a Jane triunfar en los
escenarios de todo el país y vendiendo muñecas que son una réplica de la joven
estrella, mimada por el padre y aclamada por el público. Entre tanto, Blanche
recibe palabras de consuelo de su madre, al tiempo que la aconseja que cuide a
su hermana si la situación se invierte en el futuro. Los años pasan rápidamente
para presentarnos a las dos hermanas ya adultas; pero, cosas de la vida, Blanche
ha alcanzado la fama en el cine, en tanto que su hermana Jane ha perdido el cariño
del público (¡lástima esos niños artistas prodigio, víctimas de la sociedad y
de sus familias) y el interés de los productores. Siguiendo los consejos que le
dio su madre, Blanche establece en sus contratos una claúsula por la que su
hermana debe rodar una película por cada una que ella haga, para desesperación
de guionistas y directores y pese a sus reticencias, ya que no encuentran
ninguna calidad en esta antigua niña prodigio.
Pese a esa
magnanimidad, los celos que siente Jane hacia su hermana triunfadora se siguen
interponiendo entre ellas. Es en esa época cuando, en una noche a la vuelta de
una fiesta, se produce un sospechoso accidente de tráfico con el nuevo coche de
Blanche, en el que ésta resultó gravemente herida y que la dejó paralítica. Del
accidente se hizo responsable a Jane, ya en un lamentable estado por culpa de
su afición desmedida al alcohol, quien abandonó a su hermana en la entrada de
su casa y, en plena borrachera, se fue a un hotel, donde fue encontrada al día
siguiente.
Han bastado unos
minutos de las más de dos horas del metraje para que director y guionista nos
sitúen en la vejez de ambas. Siguen viviendo juntas desde aquella noche, tras
la que Jane asumió la responsabilidad de cuidar a su hermana, sintiéndose en
deuda con ella y responsable de su situación actual. Pero a cambio, la somete a
humillaciones constantes y le impide llevar una vida social normal, inmersa en
el ambiente lóbrego, claustrofóbico de la mansión donde viven las dos, y a la
que sólo viene algunos días una asistenta que se ocupa de la casa y de cuidar a
Blanche, postrada en una silla de ruedas, recluida en el piso superior de la
mansión. Su situación económica es preocupante, y se limitan a vivir del
patrimonio acumulado en los años de estrellato de Blanche antes de su
accidente. Las necesidades apremian y el estado mental de Jane es cada vez más
preocupante, por lo que Elvira, la asistenta, recomienda a Blanche que ponga en
venta la mansión e ingrese a su hermana en un sanatorio. Blanche no se atreve a
tratar el tema con su hermana, y tardaremos poco en ver que no le faltan
razones.
Por su parte,
Jane, refugiada en el alcohol y asumiendo un destino que la ha mantenido al
lado de su hermana (¿por falta de recursos propios, por una carrera artística
acabada demasiado pronto, por compasión por su hermana impedida, por amor-odio,
por celos, por sentimiento de culpa? ¿O por todo ello?), aún rememora su niñez
triunfante en los escenarios de todo el país y abriga la esperanza de recuperar
esa gloria. En uno de los momentos más terribles de la película, veremos a Jane
(Bette Davis) maquillándose ante el espejo como Baby Jane, con los mismos
tirabuzones rubios, luciendo el mismo modelo de vestido con el que triunfó,
intentando recuperar aquella imagen que para ella está asociada a la felicidad,
la de la muñeca que aún ocupa un lugar en su habitación. Un placer infantil que
la vida le arrebató, incluso en el terreno sentimental, ya que tampoco los hombres
le correspondieron. Pero ella cree que aún puede llegarle una nueva oportunidad
y para ello contacta con un músico con el que pretende iniciar una nueva gira, un
tipo sin escrúpulos convertido en un estafador, interpretado por Víctor Buono,
uno de esos secundarios imprescindibles y que obtuvo una nominación al mejor
actor de reparto en los premios Óscar de ese año por su interpretación en esta
película. Si hubiera que ilustrar con una imagen el esperpento de nuestro gran
Valle-Inclán, no me cabe la menor duda que las secuencias de Bette Davis ante
el espejo que le devuelve la imagen de lo que es más una máscara que un rostro,
intentando recuperar su infancia, y posteriormente cantando “Le escribí una
carta a papá” (la repulsiva y almibarada canción con la que triunfaba en los
escenarios), serían un exponente antológico, aunque también nos acerque al
terror que nos inspiran las viejas muñecas de porcelana.
A lo largo del
filme vamos viendo cómo se va deteriorando la salud mental de Jane, cada vez
más celosa de su hermana, alcoholizada hasta el extremo de ir perdiendo el
control de sí misma, lo que lleva a Blanche a pedir a los repartidores que no
le lleven más botellas de alcohol a la casa. Esta locura la lleva a torturar a
su hermana, sirviéndole en el plato a la hora de la cena el cadáver de su
pájaro, o una rata muerta, haciéndole pasar hambre por no darle ningún otro
alimento; o golpeándola cuando Blanche intenta telefonear a un doctor para que
venga a ver a Jane. E incluso llegará a matar a Elvira cuando, tras comunicarle
que está despedida, ésta quiere despedirse de su hermana y la encuentra atada
en la cama de su cuarto. La situación se va haciendo cada vez más insostenible,
hasta el extremo de que Blanche intentará desesperadamente huir. Finalmente,
consigue llamar la atención de Edwin, el músico contratado por su hermana, que
ha venido a cobrar su cheque por el acuerdo al que ha llegado con Jane, y
también la ve atada, pero a él no lo matará Jane. Esto le permite salir e ir a
avisar a la policía. Entonces Jane decide dejar la casa y se lleva a su hermana
a la playa, donde hubiera querido vivir con Blanche, a quien arrastrará hasta
la orilla, donde esperan la llegada del nuevo día, mientras Blanche agoniza.
Allí transcurrirá la impresionante escena final, solas las dos hermanas,
manteniendo una conversación que arrojará finalmente la luz que nos hará
conocer lo que realmente ocurrió en aquella noche de hace 27 años.
La policía,
avisada, encuentra a Jane en la playa y la sigue, mientras la gente se va
concentrando a su alrededor atraídos por tan sorprendente escena. La cámara se
elevará, y veremos cómo la policía deja a Jane rodeada de “su público” para
ocuparse de Blanche, tendida en la arena.
Como decía al
principio, esta película ocupa un lugar particular en la filmografía de Robert
Aldrich. Discípulo de Joseph Losey, Aldrich imprimió a su cine un toque
personal, que se caracteriza por el tratamiento de la violencia y las imágenes
de gran crudeza visual, incluyendo el erotismo -como en “Sodoma y Gomorra” (1962)-,
lo que le valió algún despido. Sin duda, “¿Qué fue de Baby Jane?” es la
película con la que Aldrich tuvo mayor reconocimiento, tanto de crítica como de
público, pero no la única que un buen amante del cine debe ver; también son
imprescindibles el western “Vera Cruz” (1954) o el thriller “El beso mortal”
(1955). Aunque de las cinco nominaciones que tuvo a los premios Óscar por “¿Qué
fue de Baby Jane?”, ninguna fue al de mejor director. De ellas, sólo el
vestuario alcanzó la estatuilla. Y sin embargo, esta película merece un lugar
destacado entre los clásicos del cine, como demuestra que haya sido considerada
“cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del
Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su preservación en el National
Film Registry; y especialmente por las dos actrices principales (aunque sólo
Bette Davis fue nominada al Óscar a la mejor actriz). La malas lenguas de
Hollywood, y especialmente la prensa, se hicieron eco de la difícil relación
entre ambas –y la exageraron con fines publicitarios- , glorias del cine de los
años 30, 40 y 50, y que en 1962 no vivían sus mejores tiempos, porque ya se
sabe que “Hollywood no es país para viejas” (aunque eso no sólo pasa allí, como
bien pueden confirmar numerosas actrices de todo el mundo). De esa
circunstancia ha surgido la primera temporada de la serie Feud, titulada Bette and Joan
(2017), en la que dos actrices de la talla de Susan Sarandon y Jessica Lange
encarnan a Davis y Crawford respectivamente, en situaciones vitales y
profesionales similares a las que aquellas vivieron.
Sin duda, una
película que no puede dejar indiferente a nadie, a veces por la incomodidad que
nos produce, rayana en la repulsión (y en eso Bette Davis era una artista); a
veces por el morboso deleite que nos depara ver el talento de aquellas dos
grandes actrices, porque sabemos que estaban luchando por demostrar que el cine
no se podía olvidar de ellas; porque aquello era algo más que una película. Era
una balsa en la que debían colaborar para salvarse del naufragio, del olvido. Y
Robert Aldrich supo estar allí para, capitaneando este proyecto casi imposible,
ayudarlas a llegar a buen puerto: hasta el lugar que ocupan hoy en nuestro
corazón y un nuestra memoria de amantes del cine. Una obra llena de pasión y de
humanidad en ese lugar, la Meca del Cine, donde no parecía que hubiera sitio para
los sentimientos.