El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

lunes, 22 de julio de 2019

Cine-Club del Rodrigo Caro: Danzad, danzad malditos de Sidney Pollack (1969)

Autor: Juan Gabriel Martínez



Empezamos el tercer trimestre del curso con nuestra octava sesión. Y para ello hemos elegido una película bastante alejada de nuestros clásicos habituales, y de cuyo director es la primera que hemos visto. Sydney Pollack es tal vez uno de los directores contemporáneos (aunque haya fallecido hace 11 años) de mayor éxito de crítica y público, y entre su filmografía se encuentran comedias como Tootsie (1982), westerns como Las aventuras de Jeremías Johnson (1972), thrillers políticos como Los tres días del cóndor (1975) o dramas de ácida denuncia de la sociedad americana como una de sus primeras y mejores películas, El nadador (1968) o la elegida por nuestro cine-club para esta sesión, Danzad, danzad, malditos (1969), cuyo título en español es ya casi una bofetada en la cara de los espectadores. En este breve repaso a su filmografía no debemos dejar de mencionar Memorias de África (1985), con la que obtuvo sus únicas dos estatuillas de los Óscar, a la mejor película y al mejor director, y en la que un icónico Robert Redford repitió una vez más como protagonista en uno de sus films (en total fueron 6). Lo primero que nos llama la atención, sin duda, en esta cinta es su título sin concesiones, directo y casi agresivo, a lo que no es ajeno el uso reiterado de un imperativo, acompañado de un adjetivo injurioso, algo sin duda muy atrevido y provocador para un público de la década de los 60, aunque todos sabemos lo transgresora que fue esa época para los artistas, y las diversas manifestaciones políticas y culturales a las que dio lugar como rechazo al status quo. En ese contexto Sydney Pollack decidió hacer la versión cinematográfica de una novela de Horace McCoy titulada They Shoot Horses, Don’t They?, de 1935, exactamente como el título que Pollack dio a su film, con guión de James Poe y Robert E. Thompson, e igualmente impactante para las convenciones de la época, esta vez bajo la forma de una pregunta retórica que no necesita respuesta. Con ella consiguió dos nominaciones a la mejor actriz principal (Jane Fonda) y a la mejor actriz de reparto (Susannah York). La novela se encuadra en el subgénero de la novela negra conocido como hard-boiled, ficción en la que se ve la explotación del ser humano, las bajas pasiones, la violencia y a menudo el erotismo que conduce al sexo explícito. El espíritu de esta novela se ve fielmente reflejado en esta película claustrofóbica, violenta, cruel, lasciva, pasional y profundamente humana si por tal entendemos lo mejor y lo peor que hay en el alma humana. Porque lo que nos encontramos en los seres que pueblan y viven en estas imágenes son las ganas por salir de la miseria de los años posteriores a la Gran Depresión y vivir; vivir como sea, a cambio de vender la dignidad para aspirar a un premio que no lo es; aunque tal vez sean ellos, los protagonistas del espectáculo, los que más dignidad posean en contraposición a unos productores sin escrúpulos y a un público voyeur, ávido de carnaza, de ver el sufrimiento ajeno acaso para hacer más llevadera su miserable existencia de cada día en los años 30. Al tratar una temática tan propia de los años 30 anteriores a la Segunda Guerra Mundial a finales de los años 60, Pollack plantea una reflexiva crítica sobre la sociedad americana y el mundo del espectáculo. Pero aún hoy, 50 años más tarde, podemos afirmar que tal visión y semejante debate están más vigentes que nunca. Uno no puede dejar de mostrarse pesimista ante la evolución de la sociedad y el devenir del ser humano cuando contempla hasta qué punto visiones del mundo del ocio y del entretenimiento más propias de tiempos pretéritos (el circo de los romanos o estos concursos de la película que nos ocupa), o distopías como la reflejada por George Orwell en 1984 siguen sobrevolando sobre nosotros como si no hubiera otro destino posible para la sociedad, condenada una y otra vez a repetir los mismos comportamientos.



En esta película se ve la confluencia de esos dos grandes males de nuestro modelo de vida y de sociedad: por un lado, la diversión basada en el exhibicionismo voluntario de las miserias humanas, que llevan a los individuos a sacrificarse públicamente en un altar catódico para solaz de una sociedad degradada/depravada que se deleita en el dolor ajeno y la caída de los demás, víctimas propiciatorias en aras del espectáculo, como si eso los hiciera a ellos mejores; por otro, la cesión voluntaria de la intimidad en el mundo digital, en un ciberespacio que, pese a su presunta apertura, no hace más que constreñir a un espacio binario, dominado por el algoritmo, los millones de billones de datos que cedemos voluntariamente sin ser conscientes del dominio que sobre nosotros estamos otorgando a corporaciones y personas que no necesitan estar cerca para saber cuanto les interesa de nosotros, simples peleles consumidores de noticias, pensamientos y productos comerciales, en unos procesos en los que cada vez cuenta menos el libre albedrío, y de los que ninguna ley de protección de datos va a protegernos. ¿Acaso no firman el mismo documento de aceptación los concursantes que “libremente” aceptan participar en el concurso/maratón de baile en el que compiten los protagonistas de Danzad, danzad, malditos? ¿Acaso no aceptan “voluntariamente” los concursantes de los realities los términos de los contratos que firman para su participación en ellos? ¿Acaso cualquiera de nosotros no pincha compulsivamente la pestaña aceptar cuando instala aplicaciones en su móvil, esa cámara informante que introducimos en nuestras vidas y en nuestras conciencias, hayamos leído o no las condiciones de uso? ¿Acaso ellos no disparan a los caballos? ¿De qué podemos sorprendernos ya? ¿De qué nos escandalizaremos? Creemos ser el consumidor y tal vez no seamos sino el producto, la mercancía y no el cliente, el objeto de deseo antes que el usuario. Los dos principales protagonistas de Danzad, danzad, malditos, Gloria (Jane Fonda), ambiciosa, rebelde, emprendedora, la presa ideal para los productores, y Robert (Michael Sarrazin, tal vez en el mejor papel de su carrera, pero sin duda el que más reconocimiento le otorgó), indeciso, vulnerable, retraído, verán cómo, a lo largo de los más de tres meses que dura el maratón de baile, sus vidas van a dar un vuelco trascendental, un despertar de la conciencia que sólo los puede llevar a la tragedia, pero una tragedia liberadora como única salida al infierno de sus vidas y del lugar donde transcurre todo el film, un espacio cerrado (¿hace falta recordar la casa de Gran Hermano?) habilitado para que los participantes no salgan de él durante el maratón, carente de cualquier privacidad, situado frente a un mar que nuestros protagonistas ven en la distancia y cuya asociación a la libertad inaccesible está presente en los momentos de descanso. Frente a él se desarrollarán los diálogos más profundos y angustiosos de Gloria y Robert. Ese enclaustramiento constituirá una de las condiciones que deberán aceptar los participantes como premisa para asegurarse una alimentación a la que en sus vidas cotidianas no tenían acceso en los duros años posteriores al Crack de 1929. Es el precio que los participantes debían pagar para comer al menos durante el tiempo que resistiesen en estos concursos que tan frecuentes fueron en esos años de penuria, y para conseguir un premio económico que les solucionase la existencia, poco importaban las humillaciones que tuviesen que padecer por parte de los organizadores ante las miradas divertidas de los espectadores (posibles benefactores de las parejas, para lo cual hay que hacerse merecedor de su apoyo) que, estos sí, entran y salen libremente del recinto durante todo el verano, período en el que transcurre la historia, como si la celebración de este maratón de “baile” fuese otro ameno pasatiempo de este rincón del litoral americano. Hablar de baile en estos concursos es decir mucho. Si bien es cierto que empiezan así, y hay orquestas célebres que van pasando por el escenario en un ambiente divertido y entusiasta, según transcurre la historia los números musicales son presentidos como una tortura antes de ser anunciados por megafonía, y no podemos ser ajenos como espectadores a esa impresión. Vivimos, como los participantes, la angustia de tener que volver a la pista de baile, donde bastará con mover los pies, arrastrarse o dejarse arrastrar por la pareja para permanecer en el concurso hasta que las fuerzas aguanten (a veces alguna prueba física viene a completar la tortura para ir eliminando competidores, también para mayor disfrute del público). Me atrevo a decir que nunca antes ni después la música fue percibida en una película como una amenaza hasta el punto de hacernos, por empatía con los “bailarines”, temer y aborrecer el momento de volver a la pista, y gritar: “¡que pare la música, por favor!” Poco importan los sufrimientos de los participantes, el show debe continuar para deleite de los morbosos espectadores y de los carroñeros organizadores, gente sin prejuicios que manejan a su voluntad los sueños y los sentimientos de sus víctimas. Con todo lo dicho, podemos asegurar que no es una película ni fácil ni agradable de ver, y creo que los asistentes de nuestro cine-club compartieron esa impresión; una audiencia que se renueva con miembros más jóvenes y que nos hace ser optimistas sobre la salud y la energía de nuestro cine-club. También unos asistentes a los que les hemos planteado un gran reto con esta dura película que les habrá suscitado emociones fuertes y muchas preguntas, y ésas son también buenas razones para hacer del cine un lugar de aprendizaje y reflexión, además de disfrute y encuentro.
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