El blog de la Biblioteca del IES Rodrigo Caro de Coria del Río

jueves, 25 de julio de 2019

Cine-club del Rodrigo Caro: Casablanca de Michael Curtiz (1949)


Autor: Juan Gabriel Martínez


Decir “Casablanca” es decir cine. Si hay películas que todo aficionado al cine reconoce como un icono, al margen de haberla visto o no, una de ellas es incuestionablemente ésta. Todo en ella es mito: sus intérpretes (Humphrey Bogart e Ingrid Bergman), su director (Michael Curtiz), su tema musical principal (“As time goes by”), su trama (el amor y el deber en el marco de la Segunda Guerra Mundial), sus lugares (la ciudad marroquí que le da nombre y el café donde se desarrolla la mayor parte de la película: Rick’s) y, cómo no, algunas de sus frases (“tócala otra vez, Sam”, “siempre nos quedará París”, “Louis, pienso que éste es el principio de una gran amistad”). He aquí un buen número de razones por las que este título mítico de la historia del cine no podía faltar en nuestro cine-club.
También la intrahistoria del rodaje ha contribuido a forjar la leyenda de esta película. A partir de una obra de teatro de Murray Burnett y Joan Alison (“Everybody Comes to Rick’s“) que no llegó a ser estrenada, contó con cuatro guionistas, de los cuales uno no llegó a aparecer en los créditos. Stephen Karnot, especialista de la Warner Brothers en análisis literario, leyó la obra y no la vio especialmente interesante, pero le dio el visto bueno y se adquirieron los derechos de la obra por una cantidad exorbitada para la época. Al finalizar el rodaje, que duró poco más de dos meses, el coste de la producción se había disparado por encima del millón de dólares, lo que era superior al promedio de la época. Y todo eso para una película de la que nadie esperaba nada pero que poco a poco, con el paso del tiempo, fue adquiriendo prestigio entre la crítica y el público. De hecho, en 1943 obtuvo tres de los ocho Óscars a los que estuvo nominada: al mejor guion adaptado, al mejor director y a la mejor película.
Casi toda la película está rodada en estudios, salvo el aeropuerto al que llega el mayor Strasser; la escenografía de la calle del bar y de los flashbacks de París ya había sido utilizada en otros films anteriores, y el interior del emblemático café de Rick es una auténtica chapuza, construido en tres partes inconexas que harían imposible dibujar el trazado de la planta. En este aspecto, cabe recordar que el avión de la escena final está pintado en cartón y a escala, lo que, junto a unos extras bajitos al fondo y todo ello vislumbrado entre la niebla, contribuyó a hacer verosímil la ubicación de la acción. También hubo que suplir la inferior estatura de Bogart respecto a Ingrid Bergman en las escenas en que aparecen juntos: si estaban de pie, unos ladrillos venían a suplir los centímetros que faltaban a Bogart; si estaban sentados, esa función la cumplían unos cojines.
El gran artífice de la producción fue Hal B. Wallis, quien primero pensó en William Wyler para dirigirla, pero finalmente fue Michael Curtiz el encargado de filmar el disperso guion escrito por los gemelos Julius y Philip Epstein, con la incorporación posterior de Howard Koch. Sorprendentemente, algún crítico consideró que tenía “unidad y consistencia”. Unos enfatizaron el carácter romántico, otros el político, y todo ello ha llegado a nosotros con ese maravilloso aire de glamour, romance y épico sacrificio en nombre del compromiso por la libertad.
La historia se enmarca durante la Segunda Guerra Mundial en un rompecabezas político y bélico mundial. Francia está dividida en dos zonas diferentemente alineadas con Alemania: el Norte, incluido París, directamente bajo la autoridad del Tercer Reich, y en el Sur, con sede en Vichy, un gobierno aparentemente independiente, bajo la autoridad de Pétain, héroe nacional durante la Primera Guerra Mundial y ahora vasallo de Hitler tras la caída en mayo de 1940 de la línea Maginot, barrera defensiva con la que Francia creía estar protegida frente a una posible invasión alemana. Esto supuso la derrota de Francia y su alineamiento con Alemania. Como respuesta a esta rendición, en todo el país se organizó una lucha clandestina contra los alemanes, una guerra de guerrillas con atentados que fueron la estrategia seguida por lo que se conoce como La Resistencia. Mientras esto ocurría en el interior del país, en territorio europeo, el general De Gaulle, desde Londres, adonde había huido, hizo un llamamiento a los franceses en nombre de la Francia Libre, una entidad abstracta que no tenía un territorio concreto y de la que él asumió el mando. Los territorios de las colonias africanas mostraron más afinidad con la Francia Libre, y precisamente en Marruecos se desarrolla la historia de Casablanca, título tomado de la ciudad más cosmopolita de Marruecos, y su mayor urbe.
Allí coinciden de paso miles de personas que huyen del avance nazi en Europa y donde aguardan a obtener un salvoconducto para ir a los Estados Unidos. Y ahí es donde coinciden los dos protagonistas principales de Casablanca: el cínico Rick (Humphrey Bogart), desengañado por el amor perdido de una antigua novia y dueño de un popular café en el que se desarrollan actividades ilícitas con el consentimiento de las autoridades del régimen de Vichy, e IIsa (Ingrid Bergman, delicada, tierna, bellísima gracias a la excelente fotografía de Arthur Edeson), su antigua novia, casada con un líder de la Resistencia.

Ambos intentan llegar a Estados Unidos y para ello necesitan unos salvoconductos. El reencuentro entre los antiguos amantes, Rick e Ilsa, sirve para rememorar los días de su idilio en París y hacer resurgir los sentimientos de aquellos días que acabaron bruscamente para Rick sin saber qué había motivado la desaparición de Ilsa.  Rick aún espera una explicación, e Ilsa se ve atrapada entre dos hombres: su marido, el líder de la Resistencia, Victor Laszlo (Paul Henreid), y Rick, al que no ha dejado de amar. La política también está presente, pues comparten el mismo compromiso en su lucha contra el fascismo, aunque Rick aparenta un desinterés que le permite llevarse bien con las autoridades francesas, que prefieren mirar hacia otro lado ante las actividades de Rick. Como ya vimos al principio, cada uno de los participantes en la escritura de la película puso el acento en uno u otro de los elementos del guion que para él era más importante. Así, si para los gemelos Epstein lo toques de comedia del original eran primordiales, Koch puso más énfasis en los elementos políticos y melodramáticos, mientras que Curtiz, bajo la apariencia de no hacer sino poner en imágenes poco elaboradas la historia que le entregaron, dio más importancia a las partes románticas y cargó de contenido moral esta historia clásica de amor, este triángulo amoroso.

Comedia, romanticismo, política, moral, melodrama, todo ello dio como resultado una clásica historia que no parecía tener nada de especial, pero que ha conquistado a generaciones y generaciones de espectadores, que reconocen casi cada plano y cada secuencia del film. A ello contribuyó, y todavía hoy lo hace, la canción más famosa de la banda sonora. Ésta le fue encomendada a Max Steiner, pero una canción de otro compositor se cruzó en su camino. Una vez más en esta película, las cosas no salieron como el responsable de ella pretendía.
Cuando Steiner quiso sustituir la canción de Herman Hupfeld, “As time goes by”, que había sido compuesta para la obra de teatro original y que ya se había utilizado para grabar algunos planos de Ingrid Bergman, por una composición propia, se vio en la imposibilidad de hacerlo por dificultades de rodaje, por lo que decidió hacer girar el resto de la banda sonora alrededor de leitmotivs de este tema. Magnífica decisión de la que nadie se arrepentiría, ya que el tema permaneció 21 semanas en los primeros puestos de las listas de éxitos, y sin duda que debió contribuir al éxito de la cinta. La otra pieza musical referente de la película es La Marsellesa, que también aportará elementos para la composición de la banda sonora creada por Steiner. Hablábamos antes de escenas inolvidables de la película, y no podemos dejar de recordar aquélla en que los clientes del café de Rick, junto con la orquesta, desafían con la interpretación del himno francés, vibrante y emocionada, a los oficiales alemanes que habían empezado a interpretar una célebre canción alemana, “Die Wacht am Rhein” (El guardián del Rin). El duelo musical y dialéctico acaba decantándose del lado de los clientes de todas las nacionalidades que ven en La Marsellesa un canto de libertad y de oposición al fascismo. Este momento épico precipitará los acontecimientos y hará tomar a los personajes decisiones trascendentales, divididos entre los sentimientos y el deber, a veces a costa de enormes sacrificios y renuncias. De hecho, muchos exiliados y refugiados participaron como extras en el rodaje de la película, mostrando con ello su militancia y rechazo a los nazis. Algún testigo de la filmación de esta escena contó después que había visto llorar a los actores durante este duelo musical.

Está claro que los hilos con los que se construyó este clásico con simples y dispersos, pero nadie puede negar que se trata de una obra que trata temas universales y eternos, y tal vez en ello esté la clave de su éxito y de que nos siga llegando tan directamente al corazón. Porque no podemos obviar que es un melodrama, pero un melodrama que no nos cansamos de ver, de esos que nos conmueven cada vez que los vemos. Lamentablemente esta vez nuestra audiencia se resintió (¡cosas del calendario escolar!), aunque seguro que no dejarán pasar la ocasión de verla de otra manera y en otro momento. Los que estuvimos allí también.

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lunes, 22 de julio de 2019

Cine-Club del Rodrigo Caro: Danzad, danzad malditos de Sidney Pollack (1969)

Autor: Juan Gabriel Martínez



Empezamos el tercer trimestre del curso con nuestra octava sesión. Y para ello hemos elegido una película bastante alejada de nuestros clásicos habituales, y de cuyo director es la primera que hemos visto. Sydney Pollack es tal vez uno de los directores contemporáneos (aunque haya fallecido hace 11 años) de mayor éxito de crítica y público, y entre su filmografía se encuentran comedias como Tootsie (1982), westerns como Las aventuras de Jeremías Johnson (1972), thrillers políticos como Los tres días del cóndor (1975) o dramas de ácida denuncia de la sociedad americana como una de sus primeras y mejores películas, El nadador (1968) o la elegida por nuestro cine-club para esta sesión, Danzad, danzad, malditos (1969), cuyo título en español es ya casi una bofetada en la cara de los espectadores. En este breve repaso a su filmografía no debemos dejar de mencionar Memorias de África (1985), con la que obtuvo sus únicas dos estatuillas de los Óscar, a la mejor película y al mejor director, y en la que un icónico Robert Redford repitió una vez más como protagonista en uno de sus films (en total fueron 6). Lo primero que nos llama la atención, sin duda, en esta cinta es su título sin concesiones, directo y casi agresivo, a lo que no es ajeno el uso reiterado de un imperativo, acompañado de un adjetivo injurioso, algo sin duda muy atrevido y provocador para un público de la década de los 60, aunque todos sabemos lo transgresora que fue esa época para los artistas, y las diversas manifestaciones políticas y culturales a las que dio lugar como rechazo al status quo. En ese contexto Sydney Pollack decidió hacer la versión cinematográfica de una novela de Horace McCoy titulada They Shoot Horses, Don’t They?, de 1935, exactamente como el título que Pollack dio a su film, con guión de James Poe y Robert E. Thompson, e igualmente impactante para las convenciones de la época, esta vez bajo la forma de una pregunta retórica que no necesita respuesta. Con ella consiguió dos nominaciones a la mejor actriz principal (Jane Fonda) y a la mejor actriz de reparto (Susannah York). La novela se encuadra en el subgénero de la novela negra conocido como hard-boiled, ficción en la que se ve la explotación del ser humano, las bajas pasiones, la violencia y a menudo el erotismo que conduce al sexo explícito. El espíritu de esta novela se ve fielmente reflejado en esta película claustrofóbica, violenta, cruel, lasciva, pasional y profundamente humana si por tal entendemos lo mejor y lo peor que hay en el alma humana. Porque lo que nos encontramos en los seres que pueblan y viven en estas imágenes son las ganas por salir de la miseria de los años posteriores a la Gran Depresión y vivir; vivir como sea, a cambio de vender la dignidad para aspirar a un premio que no lo es; aunque tal vez sean ellos, los protagonistas del espectáculo, los que más dignidad posean en contraposición a unos productores sin escrúpulos y a un público voyeur, ávido de carnaza, de ver el sufrimiento ajeno acaso para hacer más llevadera su miserable existencia de cada día en los años 30. Al tratar una temática tan propia de los años 30 anteriores a la Segunda Guerra Mundial a finales de los años 60, Pollack plantea una reflexiva crítica sobre la sociedad americana y el mundo del espectáculo. Pero aún hoy, 50 años más tarde, podemos afirmar que tal visión y semejante debate están más vigentes que nunca. Uno no puede dejar de mostrarse pesimista ante la evolución de la sociedad y el devenir del ser humano cuando contempla hasta qué punto visiones del mundo del ocio y del entretenimiento más propias de tiempos pretéritos (el circo de los romanos o estos concursos de la película que nos ocupa), o distopías como la reflejada por George Orwell en 1984 siguen sobrevolando sobre nosotros como si no hubiera otro destino posible para la sociedad, condenada una y otra vez a repetir los mismos comportamientos.



En esta película se ve la confluencia de esos dos grandes males de nuestro modelo de vida y de sociedad: por un lado, la diversión basada en el exhibicionismo voluntario de las miserias humanas, que llevan a los individuos a sacrificarse públicamente en un altar catódico para solaz de una sociedad degradada/depravada que se deleita en el dolor ajeno y la caída de los demás, víctimas propiciatorias en aras del espectáculo, como si eso los hiciera a ellos mejores; por otro, la cesión voluntaria de la intimidad en el mundo digital, en un ciberespacio que, pese a su presunta apertura, no hace más que constreñir a un espacio binario, dominado por el algoritmo, los millones de billones de datos que cedemos voluntariamente sin ser conscientes del dominio que sobre nosotros estamos otorgando a corporaciones y personas que no necesitan estar cerca para saber cuanto les interesa de nosotros, simples peleles consumidores de noticias, pensamientos y productos comerciales, en unos procesos en los que cada vez cuenta menos el libre albedrío, y de los que ninguna ley de protección de datos va a protegernos. ¿Acaso no firman el mismo documento de aceptación los concursantes que “libremente” aceptan participar en el concurso/maratón de baile en el que compiten los protagonistas de Danzad, danzad, malditos? ¿Acaso no aceptan “voluntariamente” los concursantes de los realities los términos de los contratos que firman para su participación en ellos? ¿Acaso cualquiera de nosotros no pincha compulsivamente la pestaña aceptar cuando instala aplicaciones en su móvil, esa cámara informante que introducimos en nuestras vidas y en nuestras conciencias, hayamos leído o no las condiciones de uso? ¿Acaso ellos no disparan a los caballos? ¿De qué podemos sorprendernos ya? ¿De qué nos escandalizaremos? Creemos ser el consumidor y tal vez no seamos sino el producto, la mercancía y no el cliente, el objeto de deseo antes que el usuario. Los dos principales protagonistas de Danzad, danzad, malditos, Gloria (Jane Fonda), ambiciosa, rebelde, emprendedora, la presa ideal para los productores, y Robert (Michael Sarrazin, tal vez en el mejor papel de su carrera, pero sin duda el que más reconocimiento le otorgó), indeciso, vulnerable, retraído, verán cómo, a lo largo de los más de tres meses que dura el maratón de baile, sus vidas van a dar un vuelco trascendental, un despertar de la conciencia que sólo los puede llevar a la tragedia, pero una tragedia liberadora como única salida al infierno de sus vidas y del lugar donde transcurre todo el film, un espacio cerrado (¿hace falta recordar la casa de Gran Hermano?) habilitado para que los participantes no salgan de él durante el maratón, carente de cualquier privacidad, situado frente a un mar que nuestros protagonistas ven en la distancia y cuya asociación a la libertad inaccesible está presente en los momentos de descanso. Frente a él se desarrollarán los diálogos más profundos y angustiosos de Gloria y Robert. Ese enclaustramiento constituirá una de las condiciones que deberán aceptar los participantes como premisa para asegurarse una alimentación a la que en sus vidas cotidianas no tenían acceso en los duros años posteriores al Crack de 1929. Es el precio que los participantes debían pagar para comer al menos durante el tiempo que resistiesen en estos concursos que tan frecuentes fueron en esos años de penuria, y para conseguir un premio económico que les solucionase la existencia, poco importaban las humillaciones que tuviesen que padecer por parte de los organizadores ante las miradas divertidas de los espectadores (posibles benefactores de las parejas, para lo cual hay que hacerse merecedor de su apoyo) que, estos sí, entran y salen libremente del recinto durante todo el verano, período en el que transcurre la historia, como si la celebración de este maratón de “baile” fuese otro ameno pasatiempo de este rincón del litoral americano. Hablar de baile en estos concursos es decir mucho. Si bien es cierto que empiezan así, y hay orquestas célebres que van pasando por el escenario en un ambiente divertido y entusiasta, según transcurre la historia los números musicales son presentidos como una tortura antes de ser anunciados por megafonía, y no podemos ser ajenos como espectadores a esa impresión. Vivimos, como los participantes, la angustia de tener que volver a la pista de baile, donde bastará con mover los pies, arrastrarse o dejarse arrastrar por la pareja para permanecer en el concurso hasta que las fuerzas aguanten (a veces alguna prueba física viene a completar la tortura para ir eliminando competidores, también para mayor disfrute del público). Me atrevo a decir que nunca antes ni después la música fue percibida en una película como una amenaza hasta el punto de hacernos, por empatía con los “bailarines”, temer y aborrecer el momento de volver a la pista, y gritar: “¡que pare la música, por favor!” Poco importan los sufrimientos de los participantes, el show debe continuar para deleite de los morbosos espectadores y de los carroñeros organizadores, gente sin prejuicios que manejan a su voluntad los sueños y los sentimientos de sus víctimas. Con todo lo dicho, podemos asegurar que no es una película ni fácil ni agradable de ver, y creo que los asistentes de nuestro cine-club compartieron esa impresión; una audiencia que se renueva con miembros más jóvenes y que nos hace ser optimistas sobre la salud y la energía de nuestro cine-club. También unos asistentes a los que les hemos planteado un gran reto con esta dura película que les habrá suscitado emociones fuertes y muchas preguntas, y ésas son también buenas razones para hacer del cine un lugar de aprendizaje y reflexión, además de disfrute y encuentro.
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Cine-club del Rodrigo Caro: Amanece que no es poco de José Luis Cuerda (1988))

Autora: María Jesús Morón


El pasado 28 de marzo vislumbramos en nuestro cine club una rara avis de la filmografía española: Amanece que no es poco. Película coral, en la que vemos cómo transcurre la vida en un pueblo de provincias, manchego para más señas, dirigida en 1988 por José Luis Cuerda, con un elenco de actores cuyas carreras han discurrido con mejor o peor suerte desde entonces. Tirando de hemeroteca, vemos que fue una película con escaso éxito en su momento, plagada de anécdotas y de la que surgieron, cual seguidores de Star Wars, los Amanecistas, individuos que repiten hasta la saciedad diálogos de la película y que se reúnen anualmente en Molinicos, Ayna y Liétor, todas localidades de Albacete en donde se rodaron la mayor parte de las escenas. Precioso canto a la inocencia. Que nos hacer reír por el absurdo de algunas intervenciones, pero que deja un poso de tristeza al final, al recordarnos que la inocencia, comúnmente asociada a la infancia, se pierde con la adultez. La del espectador, en este caso. Porque los personajes de este pueblo son como niños jugando en el patio del colegio. Cada uno tiene su papel: el maestro, el médico, el policía…, aunque también hay otros roles más adultos: la prostituta, el cornudo, el borracho, el suicida…, y todos cumplen con sus obligaciones, como hacen los niños disciplinados y aplicados. Y hay también niños en la película, niños de verdad, los alumnos del profesor, que parecen más adultos que sus padres. Incluso hay una niña que, físicamente, es mayor que su madre. La vida al revés. A lo Benjamin Button. 

 

Película surrealista, con hombres que nacen en los bancales, como malas hierbas, suicidas que no consiguen morir, mujeres que quedan preñadas una noche y a los diez minutos, dan a luz, y un sinfín de particularidades que han hecho de esta película un largometraje de culto para una generación de espectadores Recomendable, por tanto, adentrarse en este pueblo, en el que existe una auténtica devoción por Faulkner, en el que nadie es malicioso ni nocivo y se actúa por el bien de la comunidad. Quizás, hasta aprendamos algo viéndola y si no, si el sol nos sale por el otro lado, siempre nos quedará el ¡Me cago en el misterio! para liberarnos de todo, parafraseando a José Sazatornil y a un buen amigo mío.
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